Bosques noruegos, temperamento nipón: análisis y opinión sobre Tokio Blues, de Harumi Murakami

Por: Gustavo Torres Gómez

Como mero ejercicio de gimnasia mental, empecé a estudiar un semestre de japonés ya entrado en mis treinta y tantos. Aprender tres alfabetos completamente nuevos fue un reto interesantísimo del que todavía no me he zafado, y es que, en lo que me decido a continuar esa vaina, de cuando en cuando sigo haciendo caligrafía con hiragana porque me parece hermoso gráficamente. Lo que pasa cuando se aprende otro idioma es que se debe estar abierto a también asimilar la cultura de la cual surge, tal que la absorción de conocimientos sea plena, sin fisuras; a mí personalmente, lo de entender la cultura japonesa ha representado un montón de agradables bocadillos agridulces, sobre todo porque la visión de una sociedad perfecta y adelantada en todos los aspectos al tercer mundo occidental es casi siempre una venda sobre los ojos que cuesta trabajo quitarse si la obsesión nace de lo superficial y de aquello que normalmente se oculta bajo el tapete.

 Más allá de las películas, la música o la arquitectura, creo que (evidentemente) la mejor y más nítida versión de lo que es Japón desde las entrañas se obtiene en su literatura. Me he topado con destellos narrativos como con Banana Yoshimoto o la implacable prosa de Yukio Mishima, igual con la elegancia milenaria de Matsuo Basho (maestro absoluto de la poesía zen) a quien le tengo especial respeto y admiración, sin embargo, el sujeto de análisis de este artículo es Harumi Murakami, negado del nóbel muy al estilo Di Caprio con su Óscar (es broma) pero a partir de ya, la más grande razón para seguir cultivando mi vocabulario nipón.


El blues de Tokio

Es seguro la primera referencia a Murakami, un libro bastante decente en extensión que es lo suficientemente largo para irse con calma en las experiencias de Watanabe Toru en su etapa de estudiante universitario y que sirve de snorkel para quienes asomamos ávidamente en el esfuerzo de conocer este país oriental desde dentro. La tendencia de todo el libro apunta a ser irremediablemente costumbrista, en el sentido de contar lo cotidiano sin más artificios que los personajes alrededor del protagonista, un tipo ordinario, verdaderamente ordinario a quien no le apasiona prácticamente nada y va por la vida como un pasajero a quien el rumbo no importa demasiado, aunque en el camino a ser adulto las experiencias de amistad, noviazgo, sexo y amor le van haciendo madurar hasta convertirse en un hombre de verdad (feministas, entiendan la intención de lo que digo).


 La ciudad de Tokio a finales de los 60 es desentrañada y percibida por el lector como un idílico lugar donde no hay otra cosa más que hacer que entregarse a lo que uno desee ser, y es que siendo ya uno de los lugares más pacíficos y “civilizados” del mundo, el ambiente citadino se saborea con la facilidad que tienen los personajes para hacer lo que les place, pero como toda buena historia necesita, el mayor de los adversarios se convierte justo en la vida resuelta de casi todos ellos, Naoko, por ejemplo, el interés amoroso de Watanabe la primera mitad del libro, es una chica con severos transtornos mentales provocados por el suicidio de su hermana y luego de su novio. Distinto de lo que se esperaría de una familia latinoamericana, sus padres deciden mandarla a un centro de tratamiento de transtornos ubicado en lo que se da a entender como una especie de Suecia dentro del paisaje montañoso japonés, alejada de todo y de todos. La vida transcurre para cada quien en su propia isla de sucesos, se hace lo que se debe hacer y la constante es la muerte cuando la vida pierde sentido una y otra y otra vez. En Tokio cada cual vive a su suerte y los caminos de la vida son más bien rieles, no se puede ir a otro lado salvo al que los vagones están destinados a llegar.


Rubber Soul

Probablemente el personaje que mejor refleja las inercias de la edad y la época en la que transcurre la trama es el desalmado Nagasawa, amigo de Watanabe que no es mal tipo, pero ejerce una moralidad transitada entre la delgada línea de la libertad y el cinismo, tomando en cuenta que hasta un par de décadas más adelante ese mismo comportamiento libertino sería apenas sosegado a la fuerza por el VIH y otras enfermedades de ese estilo. La explícita misoginia de Nagasawa con su prometida y la falta de escrúpulos de un típico aspirante a diplomático de élite le hacen un personaje detestable, pero sin duda el único con objetivos bien trazados de principio a fin. La tenía clara y nunca da muestras de remordimiento, lo que sí sucede con todos los demás, atormentados por circunstancias de su pasado y su propia naturaleza, incompatible con la realidad que exige pulcritud a expensas de la felicidad, donde los apegos han sido rebasados por la necesidad de excelencia y donde incluso el desfogue sexual a destajo se convierte en un mero trámite de las noches, una necesidad absolutamente física, banal, aspecto sobre el que los mismos personajes maduran al darse cuenta que la necesidad de contacto humano realmente puede prescindir de genitales y tiene más que ver con conexiones intelectuales, emocionales, del alma…


Destaco el elemento de la sexualidad porque es el hilo conductor de un chico que aparenta de inicio, solo obedecer al deseo, como pasa en esa etapa de la vida en el que las hormonas saturan el pensamiento a tal grado que resulta difícil pensar en cualquier otra cosa. En Tokio Blues el sexo lo es todo. A quien quiera aventurarse en esta lectura debe estar preparado(a) para las descripciones sinceras y explícitas de los juegos eróticos narrados en primera persona, además del lenguaje en extremo relajado en conversaciones como las que se dan con Midori, segunda al turno en el corazón de Watanabe, y es que no es un elemento gratuito, sino que desde mi parecer, contribuye a darle forma a cierta inocencia en la relación de ambos, distinto a lo que pasa con Naoko, por ejemplo, cuyas prácticas con el susodicho demuestran más bien su limitada manera de demostrar amor y transforma el sexo en un sutil, hermoso vehículo de su genuino amor por él, aunque eso evidencie en triste análisis freudiano, la poca estima hacia ella misma.


No recuerdo haber leído un solo libro antes donde el desarrollo de personajes fuese tan completo y atinado, puedo decir sin tapujos que me encariñé con todos y cada uno, al punto de sentir aflicción con ciertas desgracias que prefiero no adelantar, pero con el encantador pseudo-autismo de Tropa de asalto, la triste historia de vida de Reiko o incluso el entrañable comportamiento del pescador en el último acto, la sensación de empatía fue poderosa y natural. Dejarse llevar por las experiencias de Watanabe como si se estuviese en su piel o sus zapatos evoca recuerdos, reivindicando la sensación de que al menos desde lo personal, la vida se ha sentido como algo maravilloso y bien vivido. Las culpas son solo cimientos que deben enterrarse en la experiencia y es la búsqueda del amor en uno mismo y los demás lo que afianza nuestra existencia.




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