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El inexcusable destino del porfiado uróboro.

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Por Gustavo Torres G. ¿Qué antídoto hay contra la necedad? ¿Cómo se es tolerante ante la intolerancia? ¿Cómo debe entenderse? ¿Debe entenderse? ¿Debe atacarse? ¿Se debe tener actitud pasiva? Hay muchísimas interrogantes que acusan respuestas si no inmediatas, sí contundentes respecto al asunto tan necesariamente actual de los derechos de las personas con orientaciones y preferencias sexuales “no naturales” en ojos de la cristiandad, la urgencia de cordura en un país caracterizado por no tenerla. Decía el insoportable e intenso Michel Foucault, que el sexo, la sexualidad es un asunto de poder, de dominio. Probablemente nunca antes en la historia se haya pensado en los bajos instintos como hoy, con la aceptación del placer como inexpugnable del acto carnal, y, en ese sentido, las explicaciones sociológicas al respecto de por qué el disfrute de las aptitudes sociofisiológicas que encarnan al acto sexual (nunca mejor dicho) son todavía (o cada vez más) tan amonestadas por la iglesia