jueves, 21 de mayo de 2020

Tres cabezas

Por: Gustavo Torres G.

Soy Laila Rincón Salas, agente de la Interpol, asignado en México. Desde hace un par de años sigo la pista de un presunto traficante de nacionalidad dudosa, pero que por alguna razón, eligió el país de la bandera tricolor. Mi objetivo ha utilizado muchos nombres, casi todos latinoides, parece tener especial apego a las culturas de esta parte del mundo, por mi parte, pensé que me daría igual ese dato, no obstante, el tiempo detrás de sus pasos me fue dando la data suficiente como para entender que todo tenía un motivo.

Por ahí de 1987, el sur de Estados Unidos se había convertido en un hervidero de mierda; toda la frontera sur, especialmente las inmediaciones del Río Bravo, pertenecía a por lo menos docena y media de "empresarios", que era el nombre dado al montón de polleros, coyotes y demás fauna pululante a lo largo de ese entonces relativamente descuidado espacio. No había hora del día en que no se supiera de una nueva incorporación hacia el sur o hacia el norte, personas vivas o muertas serían moneda de cambio para casi todos los involucrados, aunque el principal activo siempre fueron los estupefacientes. Mi experiencia la tuve principalmente en el sur, en el extremo opuesto de la república. Fueron tiempos muy complicados. Aprender el manejo de armas, la metodología de seguimiento o las mil y un formas de aplicar entrevistas a alimañas que prefiero no volver a nombrar, no fue para nada lo más complicado el entrenamiento del estómago y el control de la bilis eran determinantes si una quería lograr algo más allá de sólo cumplir con el papel. El entonces secretario de seguridad, el licenciado Tiago Castro Tule, orgullo de la sierra oaxaqueña (muchos exagerados lo veían como el siguiente Benito Juárez), tuvo para conmigo una actitud visiblemente más severa que para el resto de la corporación y nunca supe por qué, pues desde la academia, donde fungió como tutor, jamás concedió un milímetro. En algún momento llegué a pensar que se trataba de una especie de acoso, pero tampoco tuve elementos para interpretar de facto. Con el tiempo entendí que no era más que otra forma de manifestar su respeto hacia mí, la única mujer de la generación y la única con historial absolutamente limpio tras los primeros cinco años de servicio, al final de los cuales una evaluación internacional terminó por evidenciar ante la sociedad mexicana y el resto del mundo la clase de estercolero que operaba escudado en el poder que les concedía el Estado.

Nayarit, con su calor implacable y sus hipnotizantes playas, fue la primera parada que logró darme una pista verdadera respecto a mi objetivo: su apellido el primero, era Arangio. Logré colarme, por mera casualidad, como infiltrada, en una compañía paletera, ¡sí! ¡Paletas de hielo! Llegué ahí como parte de un convoy diplomático, todo lo que tenía que hacer era asistir a una serie de conferencias dentro del complejo militar de la localidad, asegurarme que se firmaran los documentos correspondientes y entonces estaría libre casi una semana. Así sucedió, con la particularidad de que esos días de libertad los aprovecharía para escaparme por ahí con dos de mis mejores amigas de la preparatoria: Úrsula y Dalila. Con tales nombres de sonoridad bíblica, lo menos que esperaría alguien que no las conociera, sería, por seguro, un par de arpías con tabaco en mano y mirada fulminante. Nada más remoto de la realidad: las dos podían exhalar bocanadas de vainilla al respirar; la mermelada de sus abrazos había que quitarlas con agua salada, y a eso veníamos al Pacífico. Al menos cinco kilos atrás, en la flor de nuestra juventud, habíamos tenido una escapada con toda la generación hasta este mismo punto del país, con el único objetivo de "reventarnos" y desquitar una adolescencia que para entonces creíamos enterna. Un hotel abandonado frente a la playa, al sur de la ciudad, fue nuestro cuartel de felicidad aquel verano inolvidable. Ahora, tantos años después, repetir juerga en petite comiteé nos sabía a pura gloria, aun con trajes de baño que apenas podían contener nuestros abultados encantos, y sobre todo, con la advertencia de los lugareños de que, como había de suponerse, trasnochar en las ruinas de aquel viejo resort abandonado ya no era para nada, tan seguro como recordábamos.

La segunda noche, con el fuego en el centro de la tertulia, Dalila deshilaba cómo es que por culpa de la perra de Consuelo Godoy nunca pudo hacer torcer el brazo a Julio Manríquez, el guapito del 720, entre tanto, entre risas, entre recuerdos potenciados por el alcohol, nos fuimos desvaneciendo hasta no saber más de nada. Sería cerca de las tres de la madrugada cuando sentí el frescor de la brisa marina; el instinto me hizo estirar el brazo en busca de una sábana que nunca llevé, el calor no invitaba a tal despropósito; en su lugar, tras mi muslo izquierdo, un tobillo hizo topar mi mano. Un susto de muerte me hizo levantarme al toque. Frente a mí, una 9mm apuntaba directamente a la cabeza. Con la lumbre apagada, distinguir a mi asaltante fue totalmente imposible, sólo el reflejo de la luna sobre el arma daba pie a tener mis sentidos en total alerta.

- ¿Cómo te llamas? - dijo el hombre tras la pistola, con voz raspada.

No contesté. Apenas podía entender qué estaba pasando.

- ¿Hablas español, pendeja? - preguntó con un ridículo intento de hacer sentir autoridad.

- Te están hablando, ¿No oyes? - saltó una segunda voz desde lo alto de uno de los balcones carbonizados del hotel.

Intenté callar tanto cuanto pude, sólo con el objetivo de no darles todo el control, pero tras otros cuestionamientos cuyo contenido ya no recuerdo, el tipo en lo alto levantó su brazo izquierdo, cargando algo que inmediatamente rompió mi resistencia, doblando mis rodillas instantáneamente y haciéndome estallar en un grito que llegó, seguramente, hasta el poblado más cercano. Las aves alrededor hicieron parecer aquello un coro de aleteos vampíricos, al tiempo que un espasmo en mi corazón rompía la existencia: la cabeza decapitada de Úrsula, todavía chorreando sangre, colgaba de la mano de aquel monstruo de quien no sabía identidad.

Continuará...




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