Por: Gustavo Torres G.
¿Qué posibilidades de materializarse tendría ahora que decidió por fin olvidar a sus acólitos? ¿No era lo que hacían los demás una vez resignados? Ni bebiéndose todo el Mar Negro su deseo de sentirse en carnes podía ser saciado. La última vez que el peso de sus pies movilizó una hilera de arena frente al templo en su honor, el suplicio que lo convocó apenas estaba consciente de cuál era su motivo. Aquellos ropajes dorados, escurridos entre su amplio pecho y la pesada barba que lo caracterizaban en los tiempos en los que el hombre ni siquiera le había dado nombre a las cosas, ahora no eran otra cosa más que harapos, tristes recuerdos con consistencia de humo sobre un cuerpo ahora apenas sostenido en lo que todavía se puede llamar existencia. Ese era ahora Marduk.
Qué días aquellos cuando el mero pensamiento en los hombres y mujeres de Babilonia eran suficientes para sentirse vigoroso. No hacía falta ni media ánfora para saberse presente, esa vitalidad en el ambiente podía ser absorbida por todo su ser con sólo estar ahí. El regocijo en el temor de los estúpidos sacerdotes en el templo bastó siempre para invocarlo; ese primer aliento divino le bastó para saber que aunque no había nacido nunca, la posibilidad de morir por mero acto de olvido latía como otro corazón sobre su piel bañada de inmortalidad, pero para algunos dioses, el terror de saberse olvidables es prácticamente inmanejable, y su manifestación se convierte en automático en sinónimo de muerte, así con todo el panteón entre el Tigris y aún más allá del Éufrates. Si el sonido del viento sobre las arenas remitió indistinguiblemente a la noche de los tiempos, resulta fascinante y contradictorio que esa "noche" en realidad fuese un festín de sol, el único y verdadero dios eterno sobre un planeta que ahora yacía víctima de su más grande creación y enfermedad. Sobre la Tierra, ya no quedaba nadie, ni nada.
Recordó en muchas oportunidades, tantas como fue posible hacer llegar a su memoria, el último encuentro con el más poderoso de sus creyentes: Azriel, aquel hermoso babilonio cuya fe lo arrastró inocentemente a un destino funesto, cediendo a tentaciones de mortal siendo ya algo más que un simple espíritu errante, mucho más. ¿Qué sería eso que los humanos llamaban amor? ¿Valía la pena sacrificarse por una sensación tan mundana, tan incierta, tan fugaz? ¿Era un dios capaz de amar alguien más que a sí mismo? Todo lo que podía concebir en su asombro era el recuerdo de las masas entrando a su templo para adorarlo y premiarlo con sus humores, sus miedos y esperanzas, el preciado alimento inmaterial que insuflaba ánimos dentro y fuera de sí. Azriel lo amaba como nunca nadie antes ni después lo hizo, pero todo ese afecto era acaso poca cosa para Marduk; el amor de ese mortal lo empalagaba como una golosina al paladar de un hombre adulto, quien en su afán de mostrarse maduro rechaza las suavidades del gusto. Así, aquel perdió su vida voluntariamente para volverse un algo muy parecido a un dios, pero sin serlo, era algo peor. Para entonces, Marduk todavía disfrutó de las mieles de las reverencias sobre su estatua tal vez un par de milenios más, apenas un suspiro para quienes el tiempo en realidad no existe, pero que en este caso, el peso de la ausencia de su creyente más amante, de su amante más creyente, se hacía sentir mucho más que dos mil años sin una religión que sostuviese su existencia. Todo lo que valía la pena de ese enorme pastel de quinientos pisos era la cereza en una cima que se había caído mucho tiempo atrás. La soledad le invadía, y su cuerpo, apenas perceptible por el resto de las almas deambulando sin rumbo por el universo, contemplaban el desplome inevitable de aquel antaño potencia celestial en el mundo de los hombres, cual ladrillo desprendiéndose de los escalones del más frágil Zigurat.
Recordó entonces, a uno de esos dioses de muerte haberse autoproclamado "dios del universo", pero hasta donde sabía, el universo estaba solo, todo rasgo de biología latente, punzante, creciente, se limitaba a ese insignificante pero maravilloso punto azul en medio de la nada, ese donde había habitado desde siempre, o al menos desde que alguien tuvo algún atisbo de consciencia. Marduk viajó a las orillas del universo sólo con pensarlo, creyendo primero que no sería capaz de hacerlo, nunca lo había deseado. Una vez allí, en el silencio total, donde ni la luz ni el llanto de las almas en pena podían acceder, intentó ver más allá de los límites, una fe irremediablemente acogedora le suplicaba desde sus decrépitos interiores que trascendiera al universo que lo vio nacer, que se resistiera a desaparecer en la nada, que morir ni siquiera era concebible para un ser de su naturaleza. No podía quedarse varado en ese punto. De nuevo, con sólo pensarlo, se desplazó a la esquina opuesta del todo. Se dio cuenta en un instante que el tiempo comenzaba a atravesarlo, junto con la última luz que una estrella emitió antes de volverse una supernova implotada. El llanto de las galaxias le pareció tan insoportable, que no tuvo otra opción que quedarse ahí.
Con la calma que da la luz del sol al fondo de un estanque, Marduk sintió ganas irrefrenables de respirar... ¡De respirar! Sintió ganas de estar vivo, sintió ganas de manifestarse ante las multitudes, ahora perdidas para siempre en el sótano de los tiempos. No tuvo otro remedio que aceptar la necesidad de amar, tal como Azriel lo hizo eones atrás, tal como continentes enteros le demostraron con su propia sangre cuando el mundo hervía de juventud e ímpetu. Sintió la arena del Sahara en sus mejillas de porcelana, en su piel de piedra, de diamante, de todos los demás materiales habidos en el mundo. Marduk convulsionó hasta salirse de esta realidad marchita. Feliz, lo entendió: era su turno para crear, para poner su rúbrica en este nuevo plano de existencia, para ser por fin aquello que nunca pensó ser, el primero en un universo propio, a medida. Había que empezar de cero, pero su voluntad era suficiente, y en un instante, el tiempo comenzó a correr en el nuevo y propio universo de Marduk, aquel quien ahora comprendió, era mejor volverse nada.
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