sábado, 23 de mayo de 2020

Tres cabezas (parte 2)

Por: Gustavo Torres G.

Había dos guardias en la entrada de la bodega. Olía a orín de gato, o rata, no podría asegurar. Al cabo de cinco minutos, el susto me tenía completamente despierta, con un dolor insoportable en la nuca. Salvo dos suburbans ochenteras, el resto del espacio estaba completamente vacío, a excepción, claro, de los tipos con los cuales me había topado antes; supe que eran ellos por el timbre en sus voces, además del perfume barato untado a discreción en el fulano que me estuvo apuntando. En cuanto mis "sistemas" cargaron por completo la escena, la adrenalina comenzó a operar en mi corazón y cerebro como nunca antes. Me puse de pie, respiré hondo y observé con detenimiento el ritual de salida: cada uno de los guardias se trepó a los vehículos disponibles y correspondientes, sin siquiera voltear a donde yo estaba, apagaron las luces y emprendieron marcha. Corrí como alma que lleva el diablo hacia el portón, sentía que no tenía puesto el candado, y así era. Tan increíble como parece, si la intención de estos tipos era secuestrarme, la cosa es que seguramente nunca antes vieron una película de acción.

El tramo hasta llegar a la carretera no era tan largo, aunque de terracería fina. Corrí tanto como un único pie calzado me permitió hacerlo sin sentir dolor en el otro; en un instante, como si la divinidad me protegiese, una patrulla federal se acercó mí, cegándome con sus faros; inmediatamente después, los dos oficiales a bordo se bajaron en mi auxilio. Ahí entendí todo: mi condición era tan deplorable que mis atacantes debieron haber pensado que estaba muerta; la sien, copada de sangre seca, me convirtió momentáneamente en un zombi, con todo y costras alrededor de las cuencas oculares; mi traje de baño, hecho girones tras, seguramente, una arrastrada en la tierra al momento de llevarme a la bodega, dejaba asomar un pecho totalmente raspado y ulceroso. Genoveva Frías, uno de los policías que me rescató, declaró en la central haber sentido asco cuando se acercó a mí, no sólo por cómo lucía mi cabeza, sino porque mi rostro, hinchado de golpes que nunca recibí estando consciente, evidenciaba una paliza brutal que se extendía hasta las pantorrillas, literalmente. Contrario a lo que cualquiera pudiera pensar, aquel golpe en la nuca me salvó la vida, seguramente porque durante la golpiza que de a poco comenzaba a recordar, el trancazo en esa zona me hizo perder el conocimiento, lo que provocó mi desmayo, haciendo creer a esa escoria que habían logrado matarme. Pasaron un par de meses hasta que pude armar una película más o menos completa de esa situación que de ser por mí, hubiese sido preferible olvidar a toda costa, pero era imposible. No, era incorrecto. Me enteré de la investigación en tanto me pude dar de alta, con la todavía incomprensible realidad de haberse encontrado un par de cuerpos en la bodega de la que salí huyendo, cosa que dentro de mi pánico, fui incapaz de percibir. Úrsula y Dalila yacían en aquel horrendo lugar, pero sólo sus cuerpos, de sus cabezas, ni rastro.

A un año de los hechos, sentí que nada de lo que hacía tenía sentido. Recibí un reconocimiento por parte de la Secretaría de Seguridad y lejos de motivarme, el impulso depresivo sobre el cual estaba construyendo mis expectativas, se hacía cada vez más potente. Nada me podría regresar a mis amigas y nada me sacaba de la cabeza que la de la idea de ir a pasar una noche de nostalgia a aquel oscuro lugar, fui yo. Las risas de Úrsula retumbaban en mi corazón cada vez que su recuerdo brotaba motivado por cualquier tontería. Lo peor de todo esto, es que su cabeza cercenada pervivía como un tatuaje en mi memoria. La tortura de aquella imagen se impregnó en mi recuerdo para siempre. Tenía que hacer algo, y el suicidio no era opción. La única manera de perdonarme era haciendo aquello por lo cual la Interpol me había dado su confianza: la habilidad de escabullirme en toda clase de terrenos sin apenas hacer notar mi presencia. Este metro con sesenta y uno, piel morena en tonos de miel y un pelazo azabache que envidaría el mismísimo Spirit, me habían abierto más puertas en cada caso asignado que la placa bañada en oro escondida en mi bolso de mano.

Dediqué la mitad de mi tiempo a seguir mis impulsos, la otra parte la concentré en mis responsabilidades. Escarbando entre papeleos y contactos, pude por fin armar mi caso con un nombre: Osmar V. Arangio. Hijo de Haseem Arangio, un acaudalado empresario italo-iraní radicado en California, Osmar era una auténtica ensalada genética y cultural. Había aparecido algunas veces en la prensa del jet-set apenas siendo la ridícula sombra imberbe de su padre. El relativo bajo perfil del señorito Arangio no permitió seguirle la pista hasta que algún descuidado contador de una de las empresas que manejaba en México a nombre de su padre, en el trajín diario olvidó hacer la cubierta correspondiente al dinero que estaban lavando, aprovechando el éxito de "La Nayarita" en el sur del país. Quedó claro que la única manera de pescar infraganti al junior era desde dentro, así que me contraté como asesora de seguridad industrial en su planta de Tepic. No descansé los siguientes cuatro meses, había que cumplir mi papel de empleada ejemplar, abnegada, mientras el resto de las horas restantes de cada día se enfocaron por completo en seguirle la pista a los asesinos de mis amigas. Volví varias veces al bodegón (acompañada, claro) para armar el mapa de los hechos. Lejos de resultarme chocante, la inyección de ánimo en mi espíritu alentó a mi cerebro a trabajar deliciosamente en segundo plano; cada amanecer significaba para mí un cabo suelto menos, todo el rompecabezas comenzaba a configurarse entre recuerdos de sangre y paletas de fresa con relleno de chocolate.

Continuará...



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