viernes, 1 de mayo de 2020

Golondrinas en mayo

Por Gustavo Torres G.


Apenas había amanecido cuando sintió el aire helado entrando por un costado, normalmente pasa cuando una mala posición impide tener la misma experiencia desde el frente. Nunca le había pasado algo así. Bueno, nunca le había pasado nada más. El deseo de estirarse fue más fuerte que el de protegerse del viento abriéndose paso a través de la hondonada y, en un bostezo eterno, la vida se confirmaba en sus pulmones. El hielo bajo los pies quemó desde el inicio, y el calor de papá contrastaba terriblemente con el resto del mundo, tan inhóspito, tan gélido… tan luminoso.


Más allá del hambre interminable de cada día, la sensación de no pertenecer nunca dejó de rodear sus plumas, como una fina capa de aceite que no puede ser desprendido ni con jabón o estropajos. Esas pláticas interminables sobre ningún tema con el resto de la parvada, en medio de la nada y sin llegar a ninguna parte lo hartaron desde el primer momento. En algún punto, creyó poder desviarse del interminable periplo de cada ciclo; creció muy rápido como para darse cuenta que el ir y venir a los cardúmenes del sur también eran todo, menos estáticos, por lo menos un par de ocasiones pudo presenciar su llegada de, seguramente un horizonte más norteño todavía. ¿Y si había más comida en esa dirección? Podría ser posible, si tan sólo el mero querer fuese suficiente.
Una de esas primaveras, seguramente en otro de tantos atardeceres limpios, una tenue tibieza bajo las patas le permitió percibir la suave aspereza de una enorme piedra plana. Se quedó hasta el anochecer esperando tacto seco. El sol saliendo de nuevo, con la prueba inequívoca de que todo riesgo tendría su recompensa, decidió ir a contracorriente. Como un misil teledirigido, sorteó todas las escamas que extrañadas, veían aquel rayo bicolor transitar de cuando en cuando al fondo y a la superficie, alternadamente. Nadie notó su ausencia en los días que le siguieron, pero él sí se sintió ausente cada kilómetro fuera de casa. La queja de incomodidad en su propio nido, aquel desierto blanco y azul, hoy se manifestaban como espasmos calientes en sus alas y su espina, la sangre reclamando volver, a cada instante, reventaba bajo su piel, inclemente.


En este road-trip acuático, detener su andar no había sido parte del plan, pero esa batería milagrosa que su milenaria genética le había heredado, de pronto hacía notar su insuficiencia, a cada aletazo, costaba más y más mantener el ritmo. Andar y andar en patio propio, por más inclemente que fuesen las condiciones, no se comparaba nunca a esto: la ansiada primavera eterna, la persecución por el calor perpetuo comenzaba a parecerse más a un portal dimensional al infierno de los desilusionados. Una vez más, creer que podía ser parte de un mundo ajeno, saltaba en sus pensamientos más como  un pesar insostenible, que como la confirmación de que la voluntad individual es capaz de prevalecer sobre el espíritu. Sin detenerse por días, semanas, tal vez meses, con apenas algunas sardinas en el gaznate, toda la rabia contenida por toda la vida pasando sobre su cuerpo ahora moribundo, se convertía en el motor que anhelaba con desesperación el premio de consolación ahora mutando en éxito, la satisfacción de saber que ni la naturaleza, con todo su poder, su interminable arsenal de recursos, su sobrecogedora belleza y la bendita y dictatorial ley de autoconservación, pudo arrebatarle el absoluto placer de convertirse en la golondrina submarina que sin volar, surcando las olas por arriba y por debajo, dejó su último suspiro sobre un arenal en el caribe, sabiendo que lo imposible es solamente otro título que ponerle al libro de la determinación.


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