sábado, 30 de mayo de 2020

Tres cabezas (parte 3)

Por: Gustavo Torres G.

Llegué tarde una vez. No podía más con mi alma, estaba peor que en mi época universitaria en eso de las horas dormidas, apenas lograba acumular ocho horas por semana y el café prácticamente había sustituido ese torrente rojo dentro de mis venas. Estaba hecha añicos. El señor Mendizábal mandó llamarme para saber qué estaba pasando, pues en la planta se había corrido el rumor de que consumía drogas o alguna cosa así; con los pantalones y el sostén bailando en lo que me quedaba de cuerpo, pensar otra cosa hubiese sido necedad, sumándole el inusual juego de lentes oscuros que habían sustituido mi jovial mirada matutina, las alarmas para la administración sólo estaban esperando el momento para pescarme. Entre a la oficina de Don Mendi con la preocupación de quien de verdad depende de un empleo como este. - ¿Le está gustando mucho su trabajo, señorita Salas?- preguntó con cierto sarcasmo que no pude interpretar.
- Disculpe, no entiendo su pregunta- respondí, sinceramente confundida.
- Mire, Salas, no andaré con rodeos, sé a lo que usted le está tirando. Lo tengo clarísimo, ¿no ve? - dijo, señalándome directamente a la cara.
- En verdad no sé a qué se refiere. Si es tan amable de explicarme...
- ¡Vamos, Salas! Desde el primer día tu desempeño ha sido e - jem - plar. Nunca había visto a alguien así desde que trabajo para esta empresa pitera. Nadie se chinga el lomo como usted ahí afuera.

Destanteada, preferí guardar silencio hasta que pudiera "caerme el veinte" de lo que me estaban diciendo. Lo de perder el trabajo sólo me alejaría un tanto de mi objetivo final: el asunto de mi venganza legal y personal, aunque con lo que logré sacar de la empresa en ese tiempo, mis superiores tenían que estar más que contentos del botín informativo que representaba mi presencia ahí.

- De más arriba han seguido el orden que predomina en los pasillo, Laila, y están muy satisfechos - Extendió un sobre caqui hacia mí, sobre el escritorio y con una sonrisa bastante honesta, debo decir.
- Ábralo. Le va a gustar - dijo, con un tono casi paterno. En el interior, una invitación de ascenso para mudarme a la matriz de la compañía, en Mazatlán. Tuve que contener la carcajada. Me había tomado tan en serio todo aquello, que sin afán de ser convincente, logré colarme en tiempo récord a las altas esferas de la paletera. Acepté, por supuesto. No porque en realidad lo necesitara, sino porque quien firmaba aquel oficio tenía el nombre bajo mi lámpara: Osmar V. Arangio Tessen.

Pasó una semana hasta que pude presentarme en las instalaciones nuevas, en el inter, una comitiva fue asignada para protegerme en mi nuevo domicilio: tres escoltas personales se turnarían las veinticuatro horas del día para cuidarme las espaldas; estaba sacrificando privacidad para garantizar mi vida, ni modo. La interpol tampoco se chupaba el dedo, estaba claro que este movimiento obedecía a otras cosas más que mi ejemplar desempeño. Arangio Tessen debía tener muy claro quien era yo, así como mi instinto decía que uno de los dos casos en los que estaba involucrada tenían que ver con él directamente. Para nuestra no sorpresa, la cita para platicar del supuesto nuevo rol en la compañía no fue en la fábrica, la secretaria del patrón envió un correo electrónico explicando la forma de llegar a uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad sinaloense. Más claro...

En mis viajes por distintos lugares del mundo, siempre patrocinados por las exigencias de mi trabajo, jamás vi atardeceres más bellos que los del Pacífico mexicano; la suma de temperaturas, salinidad del mar y ambiente en los malecones de cada playa, cada puerto del país, es inigualable. El guinda del ocaso en Mazatlán vaticinaba el final de algo importante. Darren Waltz, mi jefe de escolta, insistía en colocarme equipo de espionaje bajo la ropa, prefería perder el caso con el infortunio de haber sido descubiertos, que con el cargo de conciencia de haber entregado una vida así, por nada. Dos horas antes del encuentro, mis tres ángeles de la guarda ya estaban rodeando el lugar, identificando los puntos de acceso y escape en caso de cualquier incidente. La mezcla de aromas entre la arena y la cocina del local reaccionaban en mi corazón como agua hirviendo, a cada minuto menos en el contador, el sudor en mi frente y nariz amenazaban con delatar el propósito de mi visita...

Continuará...


sábado, 23 de mayo de 2020

Tres cabezas (parte 2)

Por: Gustavo Torres G.

Había dos guardias en la entrada de la bodega. Olía a orín de gato, o rata, no podría asegurar. Al cabo de cinco minutos, el susto me tenía completamente despierta, con un dolor insoportable en la nuca. Salvo dos suburbans ochenteras, el resto del espacio estaba completamente vacío, a excepción, claro, de los tipos con los cuales me había topado antes; supe que eran ellos por el timbre en sus voces, además del perfume barato untado a discreción en el fulano que me estuvo apuntando. En cuanto mis "sistemas" cargaron por completo la escena, la adrenalina comenzó a operar en mi corazón y cerebro como nunca antes. Me puse de pie, respiré hondo y observé con detenimiento el ritual de salida: cada uno de los guardias se trepó a los vehículos disponibles y correspondientes, sin siquiera voltear a donde yo estaba, apagaron las luces y emprendieron marcha. Corrí como alma que lleva el diablo hacia el portón, sentía que no tenía puesto el candado, y así era. Tan increíble como parece, si la intención de estos tipos era secuestrarme, la cosa es que seguramente nunca antes vieron una película de acción.

El tramo hasta llegar a la carretera no era tan largo, aunque de terracería fina. Corrí tanto como un único pie calzado me permitió hacerlo sin sentir dolor en el otro; en un instante, como si la divinidad me protegiese, una patrulla federal se acercó mí, cegándome con sus faros; inmediatamente después, los dos oficiales a bordo se bajaron en mi auxilio. Ahí entendí todo: mi condición era tan deplorable que mis atacantes debieron haber pensado que estaba muerta; la sien, copada de sangre seca, me convirtió momentáneamente en un zombi, con todo y costras alrededor de las cuencas oculares; mi traje de baño, hecho girones tras, seguramente, una arrastrada en la tierra al momento de llevarme a la bodega, dejaba asomar un pecho totalmente raspado y ulceroso. Genoveva Frías, uno de los policías que me rescató, declaró en la central haber sentido asco cuando se acercó a mí, no sólo por cómo lucía mi cabeza, sino porque mi rostro, hinchado de golpes que nunca recibí estando consciente, evidenciaba una paliza brutal que se extendía hasta las pantorrillas, literalmente. Contrario a lo que cualquiera pudiera pensar, aquel golpe en la nuca me salvó la vida, seguramente porque durante la golpiza que de a poco comenzaba a recordar, el trancazo en esa zona me hizo perder el conocimiento, lo que provocó mi desmayo, haciendo creer a esa escoria que habían logrado matarme. Pasaron un par de meses hasta que pude armar una película más o menos completa de esa situación que de ser por mí, hubiese sido preferible olvidar a toda costa, pero era imposible. No, era incorrecto. Me enteré de la investigación en tanto me pude dar de alta, con la todavía incomprensible realidad de haberse encontrado un par de cuerpos en la bodega de la que salí huyendo, cosa que dentro de mi pánico, fui incapaz de percibir. Úrsula y Dalila yacían en aquel horrendo lugar, pero sólo sus cuerpos, de sus cabezas, ni rastro.

A un año de los hechos, sentí que nada de lo que hacía tenía sentido. Recibí un reconocimiento por parte de la Secretaría de Seguridad y lejos de motivarme, el impulso depresivo sobre el cual estaba construyendo mis expectativas, se hacía cada vez más potente. Nada me podría regresar a mis amigas y nada me sacaba de la cabeza que la de la idea de ir a pasar una noche de nostalgia a aquel oscuro lugar, fui yo. Las risas de Úrsula retumbaban en mi corazón cada vez que su recuerdo brotaba motivado por cualquier tontería. Lo peor de todo esto, es que su cabeza cercenada pervivía como un tatuaje en mi memoria. La tortura de aquella imagen se impregnó en mi recuerdo para siempre. Tenía que hacer algo, y el suicidio no era opción. La única manera de perdonarme era haciendo aquello por lo cual la Interpol me había dado su confianza: la habilidad de escabullirme en toda clase de terrenos sin apenas hacer notar mi presencia. Este metro con sesenta y uno, piel morena en tonos de miel y un pelazo azabache que envidaría el mismísimo Spirit, me habían abierto más puertas en cada caso asignado que la placa bañada en oro escondida en mi bolso de mano.

Dediqué la mitad de mi tiempo a seguir mis impulsos, la otra parte la concentré en mis responsabilidades. Escarbando entre papeleos y contactos, pude por fin armar mi caso con un nombre: Osmar V. Arangio. Hijo de Haseem Arangio, un acaudalado empresario italo-iraní radicado en California, Osmar era una auténtica ensalada genética y cultural. Había aparecido algunas veces en la prensa del jet-set apenas siendo la ridícula sombra imberbe de su padre. El relativo bajo perfil del señorito Arangio no permitió seguirle la pista hasta que algún descuidado contador de una de las empresas que manejaba en México a nombre de su padre, en el trajín diario olvidó hacer la cubierta correspondiente al dinero que estaban lavando, aprovechando el éxito de "La Nayarita" en el sur del país. Quedó claro que la única manera de pescar infraganti al junior era desde dentro, así que me contraté como asesora de seguridad industrial en su planta de Tepic. No descansé los siguientes cuatro meses, había que cumplir mi papel de empleada ejemplar, abnegada, mientras el resto de las horas restantes de cada día se enfocaron por completo en seguirle la pista a los asesinos de mis amigas. Volví varias veces al bodegón (acompañada, claro) para armar el mapa de los hechos. Lejos de resultarme chocante, la inyección de ánimo en mi espíritu alentó a mi cerebro a trabajar deliciosamente en segundo plano; cada amanecer significaba para mí un cabo suelto menos, todo el rompecabezas comenzaba a configurarse entre recuerdos de sangre y paletas de fresa con relleno de chocolate.

Continuará...



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jueves, 21 de mayo de 2020

Tres cabezas

Por: Gustavo Torres G.

Soy Laila Rincón Salas, agente de la Interpol, asignado en México. Desde hace un par de años sigo la pista de un presunto traficante de nacionalidad dudosa, pero que por alguna razón, eligió el país de la bandera tricolor. Mi objetivo ha utilizado muchos nombres, casi todos latinoides, parece tener especial apego a las culturas de esta parte del mundo, por mi parte, pensé que me daría igual ese dato, no obstante, el tiempo detrás de sus pasos me fue dando la data suficiente como para entender que todo tenía un motivo.

Por ahí de 1987, el sur de Estados Unidos se había convertido en un hervidero de mierda; toda la frontera sur, especialmente las inmediaciones del Río Bravo, pertenecía a por lo menos docena y media de "empresarios", que era el nombre dado al montón de polleros, coyotes y demás fauna pululante a lo largo de ese entonces relativamente descuidado espacio. No había hora del día en que no se supiera de una nueva incorporación hacia el sur o hacia el norte, personas vivas o muertas serían moneda de cambio para casi todos los involucrados, aunque el principal activo siempre fueron los estupefacientes. Mi experiencia la tuve principalmente en el sur, en el extremo opuesto de la república. Fueron tiempos muy complicados. Aprender el manejo de armas, la metodología de seguimiento o las mil y un formas de aplicar entrevistas a alimañas que prefiero no volver a nombrar, no fue para nada lo más complicado el entrenamiento del estómago y el control de la bilis eran determinantes si una quería lograr algo más allá de sólo cumplir con el papel. El entonces secretario de seguridad, el licenciado Tiago Castro Tule, orgullo de la sierra oaxaqueña (muchos exagerados lo veían como el siguiente Benito Juárez), tuvo para conmigo una actitud visiblemente más severa que para el resto de la corporación y nunca supe por qué, pues desde la academia, donde fungió como tutor, jamás concedió un milímetro. En algún momento llegué a pensar que se trataba de una especie de acoso, pero tampoco tuve elementos para interpretar de facto. Con el tiempo entendí que no era más que otra forma de manifestar su respeto hacia mí, la única mujer de la generación y la única con historial absolutamente limpio tras los primeros cinco años de servicio, al final de los cuales una evaluación internacional terminó por evidenciar ante la sociedad mexicana y el resto del mundo la clase de estercolero que operaba escudado en el poder que les concedía el Estado.

Nayarit, con su calor implacable y sus hipnotizantes playas, fue la primera parada que logró darme una pista verdadera respecto a mi objetivo: su apellido el primero, era Arangio. Logré colarme, por mera casualidad, como infiltrada, en una compañía paletera, ¡sí! ¡Paletas de hielo! Llegué ahí como parte de un convoy diplomático, todo lo que tenía que hacer era asistir a una serie de conferencias dentro del complejo militar de la localidad, asegurarme que se firmaran los documentos correspondientes y entonces estaría libre casi una semana. Así sucedió, con la particularidad de que esos días de libertad los aprovecharía para escaparme por ahí con dos de mis mejores amigas de la preparatoria: Úrsula y Dalila. Con tales nombres de sonoridad bíblica, lo menos que esperaría alguien que no las conociera, sería, por seguro, un par de arpías con tabaco en mano y mirada fulminante. Nada más remoto de la realidad: las dos podían exhalar bocanadas de vainilla al respirar; la mermelada de sus abrazos había que quitarlas con agua salada, y a eso veníamos al Pacífico. Al menos cinco kilos atrás, en la flor de nuestra juventud, habíamos tenido una escapada con toda la generación hasta este mismo punto del país, con el único objetivo de "reventarnos" y desquitar una adolescencia que para entonces creíamos enterna. Un hotel abandonado frente a la playa, al sur de la ciudad, fue nuestro cuartel de felicidad aquel verano inolvidable. Ahora, tantos años después, repetir juerga en petite comiteé nos sabía a pura gloria, aun con trajes de baño que apenas podían contener nuestros abultados encantos, y sobre todo, con la advertencia de los lugareños de que, como había de suponerse, trasnochar en las ruinas de aquel viejo resort abandonado ya no era para nada, tan seguro como recordábamos.

La segunda noche, con el fuego en el centro de la tertulia, Dalila deshilaba cómo es que por culpa de la perra de Consuelo Godoy nunca pudo hacer torcer el brazo a Julio Manríquez, el guapito del 720, entre tanto, entre risas, entre recuerdos potenciados por el alcohol, nos fuimos desvaneciendo hasta no saber más de nada. Sería cerca de las tres de la madrugada cuando sentí el frescor de la brisa marina; el instinto me hizo estirar el brazo en busca de una sábana que nunca llevé, el calor no invitaba a tal despropósito; en su lugar, tras mi muslo izquierdo, un tobillo hizo topar mi mano. Un susto de muerte me hizo levantarme al toque. Frente a mí, una 9mm apuntaba directamente a la cabeza. Con la lumbre apagada, distinguir a mi asaltante fue totalmente imposible, sólo el reflejo de la luna sobre el arma daba pie a tener mis sentidos en total alerta.

- ¿Cómo te llamas? - dijo el hombre tras la pistola, con voz raspada.

No contesté. Apenas podía entender qué estaba pasando.

- ¿Hablas español, pendeja? - preguntó con un ridículo intento de hacer sentir autoridad.

- Te están hablando, ¿No oyes? - saltó una segunda voz desde lo alto de uno de los balcones carbonizados del hotel.

Intenté callar tanto cuanto pude, sólo con el objetivo de no darles todo el control, pero tras otros cuestionamientos cuyo contenido ya no recuerdo, el tipo en lo alto levantó su brazo izquierdo, cargando algo que inmediatamente rompió mi resistencia, doblando mis rodillas instantáneamente y haciéndome estallar en un grito que llegó, seguramente, hasta el poblado más cercano. Las aves alrededor hicieron parecer aquello un coro de aleteos vampíricos, al tiempo que un espasmo en mi corazón rompía la existencia: la cabeza decapitada de Úrsula, todavía chorreando sangre, colgaba de la mano de aquel monstruo de quien no sabía identidad.

Continuará...




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miércoles, 20 de mayo de 2020

De animales a dioses: argumentos para (des)justificar nuestro estatus

Por: Gustavo Torres G.


Me llevó mucho tiempo completar un libro que de entrada, me produjo mucho entusiasmo, tanto por la temática propuesta, como por el extraño reconocimiento de saberme leyendo una vez más a un autor de de origen medio oriental. Sapiens, de animales a dioses, es un texto que en entrada pareciese absolutamente enfocado en la biología; las circunstancias por las cuales nuestra realidad a dos piernas y brazos cargando un cerebro de tales dimensiones tenía que ser así de apasionante. En efecto, es un texto entretenidisimo. la reseña, para no ser cansino, es esta:


La humanidad como la entendemos, de la que somos parte, tuvo que pasar un vericueto de muchísimos millones, luego miles de años, para poder afirmar sin dudas, que somos la especie dominante de este pequeño punto azul en el espacio. Visto desde fuera, alguna civilización extraterrestre consideraría peccata minuta, cosa ridícula la autonominación a eso de “amos del universo”, sin embargo las minucias, los detalles que acontecieron uno tras otro para desembocar en ese hoy, son verdaderamente apasionantes. Yuval Noah Harari desglosa con mimo cada una de las etapas evolutivas por las que nuestros ancestros escalaron, se tallaron para pervivir, evitando ser consumidos por la impiadosa naturaleza, aunque la riqueza de este trabajo apenas empieza aquí, pues lo sencillo hubiese sido quedarse en ese nivel, casi mecánico, su autor explica con pasmosa lucidez los procesos lógicos a través de los cuales es posible entender aspectos de nuestro comportamiento social, incluso político.


Las reflexiones surgidas desde la lectura (directamente) y el caudal que inevitablemente surge de ella, es seguramente eso en lo cual radica el valor de la obra. No puede de ninguna manera quedarse en el primer nivel de entendimiento, resultaría un completo desperdicio. Decir “ah, qué interesante” o “no sabía que la cosa era así” no basta, la ocasión exige, absolutamente, ir más allá, mucho más allá. Como he mencionado, los porqués de nuestro comportamiento social incluyen sí, constructos como la economía o la religión, siendo esto último tema mayor si logramos entender de una vez por todas que como toda invención humana, su base se alimenta prácticamente por completo del miedo (y la comodidad, según yo), provocando tal vez, más diferencias que coincidencias entre los individuos, pero bueno, cada quien tomará su propia y mejor interpretación.


Hablando de constructos, la guerra como una de las calamidades autoinflingidas por nuestra especie, pierde (de por sí) todo sentido cuando se entiende lo absurdo de su esencia, igual con el consumo desmedido dentro de un sistema capitalista. Así con el resto de conceptos tomados por este escritor iraní. Muchas evidencias apuntan a una muy segura etapa de involución, no solamente desde lo biológico, sino desde la mera psique individual y colectiva.


Cuando comenté con algunas de las personas más cercanas algunas de las citas que más me impactaron del libro, el común denominador fue siempre “esto es un frasquito de pastillas ubicatex”, porque cada palabra apunta, sin duda, a darnos cuenta que si bien nuestro papel en nuestra propia telenovela es inevitablemente el protagónico, al abrir los ojos hacia la película del universo, de la naturaleza, somos ese actor insoportable que cree merecer el Óscar por su impresionante actuación, aunque el resto del casting sabe que de gañán no es posible bajarnos.


Según la edición, el libro no baja de las 490 páginas (a mi me tocó una de 800, muy cómoda para la vista), que se van ligeras conforme el rompecabezas humano se va conformando, aunque he de decir que hay episodios que percibí como cansinos o hasta repetitivos, especialmente donde intenta explicar la política y el funcionamiento de la economía (habrá sido un desinterés propio por esos temas). Indispensable para cualquiera, sin importar la disciplina académica a la que se pertenezca.



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sábado, 16 de mayo de 2020

Portal hacia la eternidad

Por: Gustavo Torres G.


¿Qué posibilidades de materializarse tendría ahora que decidió por fin olvidar a sus acólitos? ¿No era lo que hacían los demás una vez resignados? Ni bebiéndose todo el Mar Negro su deseo de sentirse en carnes podía ser saciado. La última vez que el peso de sus pies movilizó una hilera de arena frente al templo en su honor, el suplicio que lo convocó apenas estaba consciente de cuál era su motivo. Aquellos ropajes dorados, escurridos entre su amplio pecho y la pesada barba que lo caracterizaban en los tiempos en los que el hombre ni siquiera le había dado nombre a las cosas, ahora no eran otra cosa más que harapos, tristes recuerdos con consistencia de humo sobre un cuerpo ahora apenas sostenido en lo que todavía se puede llamar existencia. Ese era ahora Marduk.


Qué días aquellos cuando el mero pensamiento en los hombres y mujeres de Babilonia eran suficientes para sentirse vigoroso. No hacía falta ni media ánfora para saberse presente, esa vitalidad en el ambiente podía ser absorbida por todo su ser con sólo estar ahí. El regocijo en el temor de los estúpidos sacerdotes en el templo bastó siempre para invocarlo; ese primer aliento divino le bastó para saber que aunque no había nacido nunca, la posibilidad de morir por mero acto de olvido latía como otro corazón sobre su piel bañada de inmortalidad, pero para algunos dioses, el terror de saberse olvidables es prácticamente inmanejable, y su manifestación se convierte en automático en sinónimo de muerte, así con todo el panteón entre el Tigris y aún más allá del Éufrates. Si el sonido del viento sobre las arenas remitió indistinguiblemente a la noche de los tiempos, resulta fascinante y contradictorio que esa "noche" en realidad fuese un festín de sol, el único y verdadero dios eterno sobre un planeta que ahora yacía víctima de su más grande creación y enfermedad. Sobre la Tierra, ya no quedaba nadie, ni nada.


Recordó en muchas oportunidades, tantas como fue posible hacer llegar a su memoria, el último encuentro con el más poderoso de sus creyentes: Azriel, aquel hermoso babilonio cuya fe lo arrastró inocentemente a un destino funesto, cediendo a tentaciones de mortal siendo ya algo más que un simple espíritu errante, mucho más. ¿Qué sería eso que los humanos llamaban amor? ¿Valía la pena sacrificarse por una sensación tan mundana, tan incierta, tan fugaz? ¿Era un dios capaz de amar alguien más que a sí mismo? Todo lo que podía concebir en su asombro era el recuerdo de las masas entrando a su templo para adorarlo y premiarlo con sus humores, sus miedos y esperanzas, el preciado alimento inmaterial que insuflaba ánimos dentro y fuera de sí. Azriel lo amaba como nunca nadie antes ni después lo hizo, pero todo ese afecto era acaso poca cosa para Marduk; el amor de ese mortal lo empalagaba como una golosina al paladar de un hombre adulto, quien en su afán de mostrarse maduro rechaza las suavidades del gusto. Así, aquel perdió su vida voluntariamente para volverse un algo muy parecido a un dios, pero sin serlo, era algo peor. Para entonces, Marduk todavía disfrutó de las mieles de las reverencias sobre su estatua tal vez un par de milenios más, apenas un suspiro para quienes el tiempo en realidad no existe, pero que en este caso, el peso de la ausencia de su creyente más amante, de su amante más creyente, se hacía sentir mucho más que dos mil años sin una religión que sostuviese su existencia. Todo lo que valía la pena de ese enorme pastel de quinientos pisos era la cereza en una cima que se había caído mucho tiempo atrás. La soledad le invadía, y su cuerpo, apenas perceptible por el resto de las almas deambulando sin rumbo por el universo, contemplaban el desplome inevitable de aquel antaño potencia celestial en el mundo de los hombres, cual ladrillo desprendiéndose de los escalones del más frágil Zigurat.


Recordó entonces, a uno de esos dioses de muerte haberse autoproclamado "dios del universo", pero hasta donde sabía, el universo estaba solo, todo rasgo de biología latente, punzante, creciente, se limitaba a ese insignificante pero maravilloso punto azul en medio de la nada, ese donde había habitado desde siempre, o al menos desde que alguien tuvo algún atisbo de consciencia. Marduk viajó a las orillas del universo sólo con pensarlo, creyendo primero que no sería capaz de hacerlo, nunca lo había deseado. Una vez allí, en el silencio total, donde ni la luz ni el llanto de las almas en pena podían acceder, intentó ver más allá de los límites, una fe irremediablemente acogedora le suplicaba desde sus decrépitos interiores que trascendiera al universo que lo vio nacer, que se resistiera a desaparecer en la nada, que morir ni siquiera era concebible para un ser de su naturaleza. No podía quedarse varado en ese punto. De nuevo, con sólo pensarlo, se desplazó a la esquina opuesta del todo. Se dio cuenta en un instante que el tiempo comenzaba a atravesarlo, junto con la última luz que una estrella emitió antes de volverse una supernova implotada. El llanto de las galaxias le pareció tan insoportable, que no tuvo otra opción que quedarse ahí.


Con la calma que da la luz del sol al fondo de un estanque, Marduk sintió ganas irrefrenables de respirar... ¡De respirar! Sintió ganas de estar vivo, sintió ganas de manifestarse ante las multitudes, ahora perdidas para siempre en el sótano de los tiempos. No tuvo otro remedio que aceptar la necesidad de amar, tal como Azriel lo hizo eones atrás, tal como continentes enteros le demostraron con su propia sangre cuando el mundo hervía de juventud e ímpetu. Sintió la arena del Sahara en sus mejillas de porcelana, en su piel de piedra, de diamante, de todos los demás materiales habidos en el mundo. Marduk convulsionó hasta salirse de esta realidad marchita. Feliz, lo entendió: era su turno para crear, para poner su rúbrica en este nuevo plano de existencia, para ser por fin aquello que nunca pensó ser, el primero en un universo propio, a medida. Había que empezar de cero, pero su voluntad era suficiente, y en un instante, el tiempo comenzó a correr en el nuevo y propio universo de Marduk, aquel quien ahora comprendió, era mejor volverse nada.




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No puedo estar despierto...

Por Gustavo Torres G.


No soy músico, ni de cerca. Mi profesión y ocupaciones van totalmente por otro lado, así que no podría decirse que soy una voz autorizada para hablar del tema, pero tampoco hace falta media vida en un conservatorio para darse cuenta de ciertas cosas.


Justamente acaba de celebrarse el día del maestro en mi país, con todo lo que eso representa, especialmente donde la revalorización de la profesión en el mundo se ha hecho casi en automático, debido a la situación sanitaria. Dentro de la avalancha de publicaciones en todo tipo de redes sociales y medios tradicionales, brotan los clásicos homenajes a los enseñantes de la ficción: Splinter, Snape, Miel, Miyagi San, Crabapple… en fin. Siempre tuve claro uno, más que por sesión en aula, por la apertura a caminar fuera de la senda, de ir más allá, aunque esa dirección no sea necesariamente adelante. En cada uno de los conciertos donde tuve el privilegio de estar, el apelativo “maestro” llovía de todas partes del público embelesado, entregado a las artes de Gustavo Cerati. Estoy seguro que como yo, muchos de los otros tras las notas de ese señor no le gritábamos aquello porque hubiésemos aprendido a rasgar la guitarra tal como él lo hacía, o cuando menos le hiciéramos a la tarareada imitando sus deliciosas inflexiones vocales; no, lo de “maestro” tenía entonces y aún hoy (sobre todo) la intención de reconocer que, más allá de su música, la filosofía con la cual transformaba su realidad hacia un reconocible estético, tanto en lo que componía, interpretaba y declaraba fuera de los escenarios, llegó hasta algunos de nosotros como una especie de evangelio, listo para decodificarse y aplicarse a muchas ópticas en la vida.




Sería seguramente 2002 o 2003, cuando una entrevista en la revista mexicana Día 7 dedicó un modesto dossier donde se cuestionó al astro argentino sobre su relación con la música electrónica, más en el sentido de entender el por qué de su distanciamiento de las guitarras y la distorsión (reconozco que fui uno de esos insatisfechos) y su entonces adhesión a géneros experimentales dentro de lo electrónico (Roken); palabras más, palabras menos, él terminó dando cátedra de cómo para crecer es necesario dejar la piel detrás, como en las mudas de los reptiles. Emerger siempre, hermoso, con otro sonido, con el mismo rostro pero con la mirada siempre puesta en el futuro, caracterizó a Gustavo Cerati durante toda su carrera. Repetirse a sí mismo fue algo que siempre detestó. Celebró a los nueve vientos cuando fue re-versionado y asumió riesgos a veces mortales artísticamente hablando, basta escuchar sus 11 episodios


Y bueno...

El impulso de este texto viene un poco motivado por un texto de Allan Kelly Márquez, de uno de los fanpage más populares sobre Soda Stereo del continente: EnRemolinos. En el artículo explica cómo a través de un movimiento de expresión urbana se utilizó como base de stencil una de las imágenes más icónicas de Cerati para (tal vez) atacar a no sé quién, empleando al ídolo como símbolo de “lo choto”, argentinismo que creo podría traducirse como “alzado” o “fresa” en el contexto mexicano. No hay sorpresas si se considera que durante décadas la acusación de “cheto” en su propio país lo persiguió prácticamente hasta el día de su partida. Recomiendo ampliamente el artículo mencionado, al final de este, aparece el enlace.


Adjetivar a alguien por su origen socioeconómico dentro de la disciplina que desempeñe me parece sumamente barato, sin mencionar el mal gusto. Suponer además que origen es destino, un acto gratuito, innecesario. El arte habla por sí mismo. ¿Recuerdan a “El circo” de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio? Creo que son el ejemplo perfecto de cómo ese origen contextualizado pasa a segundo plano cuando una obra de tal magnitud trasciende incluso las ciencias sociales, con todo y su producido y temeroso academicismo de cuatro paredes. Gustavo Santaolalla haría lo propio, tal vez con matices bien diferenciados del ejemplo mexicano, él con su obra en general, aunque me gusta la tintura lograda en proyectos como Bajofondo Tango Club o la inconmensurable nostalgia de The Last of Us, cuyo soundtrack emana a raudales los vientos y aromas de la pampa, sin ser folklore.


Así como los citados lograron tal cosa, el maestro hizo lo propio en cada iteración, pero no pretendiendo hacer un estudio híper profundo de la naturaleza humana, siempre tuvo los pies en la tierra; llegó a declarar en varias ocasiones “yo hago música pop”, dedicado seguramente a quienes lo tachaban de “careta”. El tipo fue quien fue. Listo. “Hay cosas que no me gustan” declaró también respecto a la escena musical de su época en solitario, empatando con la apreciación que hiciera Zeta Bosio y el mismo Alberti cuando aseguraron, sin tapujos, que los asustaba “tanta falta de entusiasmo”. La respuesta argentina a la música fue siempre apostar por las bandas “de barrio”, pero el modelo se desgastó al punto en que muchísimo de lo que ha salido de ahí en los últimos años parece más un chorizo, un embutido, fabricado en serie, con formulitas y pretensiones poco menos que soporíferas, sin sobresaltos (😊). ¿Más citas del maestro? La recordadísima “despiértenme cuando pase el reggaetón” del 2007 engloba lo que acabo de decir, y eso que me refería al rock, al rock nacional, sí ese término que Gustavo vomitaba. Ahora lo entiendo a plenitud.




Artículo citado: https://www.facebook.com/enremolinoscom/posts/3465931240084379?__tn__=K-R




viernes, 1 de mayo de 2020

Golondrinas en mayo

Por Gustavo Torres G.


Apenas había amanecido cuando sintió el aire helado entrando por un costado, normalmente pasa cuando una mala posición impide tener la misma experiencia desde el frente. Nunca le había pasado algo así. Bueno, nunca le había pasado nada más. El deseo de estirarse fue más fuerte que el de protegerse del viento abriéndose paso a través de la hondonada y, en un bostezo eterno, la vida se confirmaba en sus pulmones. El hielo bajo los pies quemó desde el inicio, y el calor de papá contrastaba terriblemente con el resto del mundo, tan inhóspito, tan gélido… tan luminoso.


Más allá del hambre interminable de cada día, la sensación de no pertenecer nunca dejó de rodear sus plumas, como una fina capa de aceite que no puede ser desprendido ni con jabón o estropajos. Esas pláticas interminables sobre ningún tema con el resto de la parvada, en medio de la nada y sin llegar a ninguna parte lo hartaron desde el primer momento. En algún punto, creyó poder desviarse del interminable periplo de cada ciclo; creció muy rápido como para darse cuenta que el ir y venir a los cardúmenes del sur también eran todo, menos estáticos, por lo menos un par de ocasiones pudo presenciar su llegada de, seguramente un horizonte más norteño todavía. ¿Y si había más comida en esa dirección? Podría ser posible, si tan sólo el mero querer fuese suficiente.
Una de esas primaveras, seguramente en otro de tantos atardeceres limpios, una tenue tibieza bajo las patas le permitió percibir la suave aspereza de una enorme piedra plana. Se quedó hasta el anochecer esperando tacto seco. El sol saliendo de nuevo, con la prueba inequívoca de que todo riesgo tendría su recompensa, decidió ir a contracorriente. Como un misil teledirigido, sorteó todas las escamas que extrañadas, veían aquel rayo bicolor transitar de cuando en cuando al fondo y a la superficie, alternadamente. Nadie notó su ausencia en los días que le siguieron, pero él sí se sintió ausente cada kilómetro fuera de casa. La queja de incomodidad en su propio nido, aquel desierto blanco y azul, hoy se manifestaban como espasmos calientes en sus alas y su espina, la sangre reclamando volver, a cada instante, reventaba bajo su piel, inclemente.


En este road-trip acuático, detener su andar no había sido parte del plan, pero esa batería milagrosa que su milenaria genética le había heredado, de pronto hacía notar su insuficiencia, a cada aletazo, costaba más y más mantener el ritmo. Andar y andar en patio propio, por más inclemente que fuesen las condiciones, no se comparaba nunca a esto: la ansiada primavera eterna, la persecución por el calor perpetuo comenzaba a parecerse más a un portal dimensional al infierno de los desilusionados. Una vez más, creer que podía ser parte de un mundo ajeno, saltaba en sus pensamientos más como  un pesar insostenible, que como la confirmación de que la voluntad individual es capaz de prevalecer sobre el espíritu. Sin detenerse por días, semanas, tal vez meses, con apenas algunas sardinas en el gaznate, toda la rabia contenida por toda la vida pasando sobre su cuerpo ahora moribundo, se convertía en el motor que anhelaba con desesperación el premio de consolación ahora mutando en éxito, la satisfacción de saber que ni la naturaleza, con todo su poder, su interminable arsenal de recursos, su sobrecogedora belleza y la bendita y dictatorial ley de autoconservación, pudo arrebatarle el absoluto placer de convertirse en la golondrina submarina que sin volar, surcando las olas por arriba y por debajo, dejó su último suspiro sobre un arenal en el caribe, sabiendo que lo imposible es solamente otro título que ponerle al libro de la determinación.


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Golondrinas en mayo por Gustavo Torres Gómez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

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