lunes, 12 de septiembre de 2016

El inexcusable destino del porfiado uróboro.

Por Gustavo Torres G.

¿Qué antídoto hay contra la necedad? ¿Cómo se es tolerante ante la intolerancia? ¿Cómo debe entenderse? ¿Debe entenderse? ¿Debe atacarse? ¿Se debe tener actitud pasiva? Hay muchísimas interrogantes que acusan respuestas si no inmediatas, sí contundentes respecto al asunto tan necesariamente actual de los derechos de las personas con orientaciones y preferencias sexuales “no naturales” en ojos de la cristiandad, la urgencia de cordura en un país caracterizado por no tenerla.
Decía el insoportable e intenso Michel Foucault, que el sexo, la sexualidad es un asunto de poder, de dominio. Probablemente nunca antes en la historia se haya pensado en los bajos instintos como hoy, con la aceptación del placer como inexpugnable del acto carnal, y, en ese sentido, las explicaciones sociológicas al respecto de por qué el disfrute de las aptitudes sociofisiológicas que encarnan al acto sexual (nunca mejor dicho) son todavía (o cada vez más) tan amonestadas por la iglesia en todos sus niveles.

El asunto es que la sexualidad no es sólo disfrute, tendría una connotación limítrofe si se deja en ese horizonte; estamos hablando de toda una estructura de pensamiento y personalidad construida alrededor de la identidad sexual, que se intercala inequívoca e inseparablemente de los roles y patrones de comportamientos que se ajustan o no a lo esperado socialmente, o trágicamente, por el consciente-inconsciente del individuo, en ese orden.
¿Cuál es, entonces, el propósito de condenar el legítimo y natural derecho a ser uno mismo? ¿Por qué coartar la felicidad y realización individual en lo colectivo, cuando los hábitos en la cama son estrictamente individuales e inviolablemente íntimos? Si hay alguien que pueda defender razonable y lógicamente el hostigamiento, la persecución inquisidora contra lo que contemporáneamente se denomina sociedades de convivencia,  contra las personas de actitudes y prácticas de sexualidad “no convencionales”, la quiero saber.

Sobre las desventuras sufridas por la humanidad padeciéndose a sí misma durante siglos, entender la existencia del otro y su derecho a la individualidad ha sido el reto más importante por superar, especialmente por las grandes religiones del mundo. Nos asombramos por las barbaridades del Estado Islámico en medio oriente con sus crímenes de lesa humanidad y contra la cultura, pero olvidamos convenientemente que la iglesia católica quemó gente viva durante una bonita etapa histórica conocida como Inquisición, sin dejar de mencionar la evangelización forzada de prácticamente todos los pueblos “incivilizados y sin alma” en la América recién colonizada. Recordamos a Hitler con su consabido repeluz ante los judíos, pero no hacemos memoria de las decenas de papas hipócritas que condenaron con sangre, encierro y marginación a personas con un nivel de homosexualidad apenas debajo de la de ellos mismos. No condeno la homosexualidad, señalo el cinismo de las altas cúpulas ultraconservadoras, extremistas, cerradas y retrógradas de todas las religiones. El camino hacia cualquier dios, según ellas mismas, es el amor, pero no entre maricones o tortillas, porque es pecado mortal. Los cielos se van a confundir mucho cuando hagan corte de caja. Dijera el gran Orwell en su Rebelión… “todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que otros”.

La falacia que sostiene la legitimidad de la iglesia como institución superviviente en nuestros tiempos tiene que ver con la unificación social y la transmisión de valores, y es cierto, lo hace, pero ¿son la intolerancia, la ignorancia, el dogmatismo, la impulsividad sexual depravada de los sacerdotes, la fé estúpida, la irracionalidad, el misticismo, fanatismo, superchería, mitomanía sistemática, cinismo encubierto, lavado de dinero, pedofilia, negociaciones con empresas armamentísticas, solapamiento de genocidios como los de Ruanda, Auchwitz o Pretoria, afán de protagonismo, pedantería, valores o situaciones que necesita la humanidad a estas alturas? Catafixio todo eso por racionalidad, sentido común, tolerancia y sobre todo poesía, mucha poesía.

La gran Simone de Beauvoir en sus brillantes reflexiones sobre el papel de la mujer, sus roles y demás problemáticas de la personalidad dijo: “No se nace mujer, se llega a serlo”, explotando así, hermosamente, el sentido profundo de lo que significa identidad sexual, pues es innegablemente un constructo, una pirámide artificial determinada o sopesada según las necesidades/ideas de la sociedad donde se edifica. No aprendemos a ser hombres o mujeres, se nos enseña, que es bastante distinto. Tener pene o vagina, pues, no implica destino, ni formas, ni ideas que “se tienen que seguir”, no hay nada natural en ningún comportamiento, en ninguna institución social, especialmente en lo que se empeñan en definir como “familia funcional”, es un asunto de poder, como ya mencioné, no de moralidad, ni de una decisión divina. No hay teocracia ni teología que sustente lógicamente la barbarie del rechazo a los grupos sociales a los cuales me refiero, no cuando se desestima el poder de personas que genuinamente pelean su derecho a amar.

Llegará el día en que se considere ilegal cantar, porque no es natural del ser humano, se condenará la educación en escuelas porque la ciencia nunca ha aportado algo apenas útil, será pecado hasta pensar y nos consumiremos a nosotros mismos como nación, cual serpiente que ha encontrado su cola, la consume y felizmente asume su dolor como la única y vulgar manera de justificar la saciedad de su apetito. Eso es México.



martes, 9 de agosto de 2016

Tú, mi lienzo

Por: Gustavo Torres G.

¿Y si lo pintamos juntos? Si, tomarás la bata y la ajustarás a tu cintura y a tu cuello,
a la primera, para no mancharte los pantalones, al segundo, para evitarme atizándote un beso.

Esperaré el pincel cargado en rojo, ya porque es tu idea del cielo, o acaso porque mi infierno nace del mismo. Entre un trazo y otro, la purga de verte frente al lienzo hace injusta la afrenta: mi arte, torpe, de impulsos, no encuentra colores para siquiera enmarcarte.

Ya lo propuse, dibújalo tú. Miraré atento el precipicio de azules abriéndose paso por la senda de flores que cuidadosamente tracé para ti.

Dalí envidia con toda su divina locura las ledas atávicas, tu cuerpo confundido en el óleo, mientras me doy cuenta, de alguna manera, que logras ser Gala e histeria sólo con pensarte, sólo con verte.

Pintemos de nuevo. Esta vez decides el lienzo. Si soy yo, haz de mí lo que quieras, si eres tú, haré de tu propio sudor, colores.

martes, 12 de julio de 2016

Crin de luz

Por: Gustavo Torres G.

Y me vi reflejado en el techo. No me reconocí, pero era yo, sin duda. Le di un beso a esa imagen para afirmar que me aceptaba tal cual. Hacia abajo, el abismo. No sentí miedo, pero el escalofrío duró mucho más al entender en qué situación me encontraba: era libre.
Muchos otros aparecieron y entendí todo al instante. No necesité pronunciar palabra; era uno con todos. Ir a cualquier lugar era lo mismo que sólo pensarlo; deslizar el cuerpo sobre las piedras sin tocarlas, dejar una estela sobre la superficie a la velocidad del sonido, descender para eternizar polvaredas ante los atónitos ojos multicolor del cangrejo martillo… formas elegantes de manifestar el placer de vivir sin preocuparse por más.

Los días existen sólo para recordarnos la mitad de lo que somos, cuando siento que la realidad me alcanza y de nuevo he de caminar sobre dos pies, con la sonrisa que en mi otra vida no puedo mostrar, pero guardo celosamente para quienes amo aquí, y me cuidan. Son mi tesoro. Soy su tesoro, en este cofre inmundo, hermoso y breve que es mi cuerpo.

Aquí donde no puedo ir al abismo, aquí donde las palabras hieren por ser tantas, demasiadas para alguien que sólo necesita decir “te quiero”; escuchar lo mismo de ti, de todos. La noche llega como el mayor de los premios, porque regreso a la sal, las mareas salvajes de un océano sin fin.
Y me da miedo entonces, porque en mi regreso a la libertad, alcanzo a ver cosas que no puedo cuando el cansancio gana, la mitad de mí sigue soñando en la otra vigilia y no entiendo entonces si es esta o aquella la verdad, si alimento el cuerpo de mi vida a dos pies sólo para poder seguir impulsándome acá, tras un cardumen que huye despavorido ante mi evidente superioridad, la perfección encarnada en dos aletas, el vértigo y el goce de existir.

¿Por qué me despiertas, mamá? No puedo resistirme a la calidez de tu regazo, ni partirte el corazón si revelo aquel hermoso secreto mío, donde sólo falta tocar las estrellas para pensar un poquito al menos, que el verdadero sueño es el amor que me entregas, como las tímidas olas acariciando todo cuanto ha crecido bajo el mar.


viernes, 1 de julio de 2016

Rubí

Por: Gustavo Torres G.
Hace un rato se dejó de escuchar la radio. Por alguna razón los murmullos de los niños en la calle se convirtieron en un ruido extraño. La calma como tal comenzó a preocuparle, nunca desde que se perdió había tenido la sensación de que todo estaba bien, aunque esta vez sus entrañas emitían tal vibración que pudo haber corrido un maratón ida y vuelta sin cansarse; ¿qué estaría pasando ahí afuera? Quitándose lagañitas, apenas con un camisón blanco encima, tomó valor para hacer a un lado esa sucia cobija de trapos. La excitación de comenzar un nuevo día no se perdía todavía en ella. Respiró lenta y profundamente, en tanto su esmirriado cuerpito de apenas metro y medio de pura actitud se estiraba a modo de calistenia. Un par de huesos tronaron y no pudo evitar soltar la carcajada.

Mucho antes de encontrar esta casa abandonada había conseguido acostumbrarse a vivir bajo los puentes de acceso portuario, el único lugar donde las banditas de la ciudad no cobraban derecho de piso. Una mujercita de su edad aún no levantaba pasiones desenfrenadas entre los niños de la zona, pero sí rivalidades automáticas con el resto de las niñas, territoriales hasta las últimas consecuencias. Los recursos nunca abundaron, la tolerancia tampoco. El barrio no pregunta. Mata. Un día el nivel del mar comenzó a subir y tuvo que buscarse un refugio lo suficientemente sucio como para no atraer a las ratas, lo suficientemente aislado para prender su receptor de radio, único vínculo con un pasado que ya había dejado atrás, pero se resistía a abandonarla.

No había llegado al baño aún, cuando escuchó un rasgueo tras la puerta. -¿Quién será?- Pensó verdaderamente sorprendida; hacía años, literalmente, que no entablaba conversación con absolutamente nadie, mucho menos reveló el escondrijo que utilizaba como domicilio. La sorpresa fue mayúscula: un gato criollo de bigotes elegantes se abalanzó tras sus tobillos y se embarró como si saldara una deuda. Paralizada, apenas notó una lágrima caer hasta el piso; era nada menos que Bastet, la vieja mascota de su abuela, finada cuando ella cumplió los seis. Era ella, sin duda. Ese collar y media oreja derecha no podían ser de nadie más.  Olía a jardín. Levantó la mirada, sintiéndose observada. Todo se puso blanco.

Veía caer una bruma que llegó hasta su cama, en tanto la gata trepó a sus brazos, buscando abrigo. No supo cuándo, pero de pronto estaba con la puerta detrás, sólo la puerta y su casa desvanecida. Tembló por frío o por miedo, al ver de frente una calle absolutamente vacía y sus brazos aún encogidos sobre un animal que ahora tampoco estaba ahí. Creyó escuchar un piano a lo lejos, juraría que una obertura de Prokofiev, como la que pasaban diario en el cierre de su estación de radio a la media noche… pero no era media noche, esta neblina evidenciaba una mañana radiante que el cielo se negaba a asomar.

Una voz tarareaba la melodía que creyó escuchar desde el radio, añadiendo un allegro propio de las mejores escenas de Vivaldi en sus estaciones, desentonando con el frío sepulcral del momento; ese pedazo de tela vieja que llevaba encima apenas servía para detener el vientecito helado del ambiente, cada vez más mordaz e implacable. Ya no sabía si era el suelo cobrando vida, o el cielo cayéndose a pedazos. Como fuese, aquella voz estaba cada vez más cerca y por fin pudo identificar su origen: ¡Venía del cielo! Su corazón se detuvo un momento… aquel cantar celestial tenía mucho de lo que en sus mejores veranos recordaba. Algo de todo aquello no estaba bien.

Nube tras nube, el cielo se fue aclarando, dejando ante nuestra mujercita, el paisaje más hermoso que jamás pudo haber imaginado. De la nada, donde debían estar derruidos edificios y calles de asfalto, postes de tendido eléctrico, basura amontonada y prostitutas vendiendo cualquier cosa que pudieran ofrecer, ahora una vereda de piedras lisas y auténticas paredes de arbustos trifoliados con gigantescos helechos como guías cuesta abajo, abrían paso ante una temerosa e incipiente sonrisa.

Como pudo, evitando pisar alguna espina o traicionera piedra del camino, puso un pie sobre otro hasta acercarse a un inesperado acantilado, donde sintió la confianza de lanzarse, así sin más. La sensación de liviandad había curado desde hacía un rato el escozor de la helada tras la niebla; se sentía preparada para todo, ahora era invencible. Cayó cual hilo al aire: paseada por una fresca ventisca casi al azar. Ya no importaba dónde estaba, ni a dónde iba, todo lo que sentía era felicidad, salida de quién sabe dónde. El sol, a punto de poniente, bañó de dorado todo cuanto la vista alcanzaba a captar, como una caricia en las pupilas, como un regalo divino ante lo cual no puede haber negativa ni objeción. Se sintió más viva que nunca, sin edad, eterna; había vivido por siempre y al mismo tiempo todo comenzaba. El talle, ya desnudo, lijó el agua sobre la cual desplazó su etérea humanidad.

- ¿Tú? – Escuchó de pronto. - ¿Qué estás haciendo aquí? De pronto todo el verdor platinado a su alrededor comenzó a tornarse gris… y de pronto a esfumarse, como la bocanada que se da a un habano. De lo denso a lo liviano, la abuela acaecida dejaba verse de nuevo, acaso preocupada por encontrarse inesperadamente a su nieta en un lugar al que definitivamente no debía acudir aun. –No debes estar aquí, mi niña – dijo con dulzura infinita, y una mano tocándose el pecho, en señal de pena. –Te daré el regalo del tiempo, pero por favor ya no me des un susto como ese, tesoro mío – musitó la anciana.

Qué tan confundida estaba la mujercita, que no supo si correr a abrazar a su abuela o caer rápido en cuenta del derrumbe de esto que definitivamente no era la realidad. Los tallos se volvieron columnas de concreto; las aves a lo lejos, mosquitos en busca de sangre sobre la piel de los brazos; el suelo cálido de un verano utópico, frío asfalto negro y quebradizo. Rachmaninoff al fondo, en una estación de cortísima amplitud, hacía parecer aquello el apocalipsis adelantado de una infancia nunca vivida, el alma vieja de una niña cuya vida nunca fue y hasta en el trance al otro mundo la felicidad le estaba siendo negada.

-Alegra el corazón, mi niña- repetía una y otra vez la vieja, con amor, mientras se elevaba lentamente hasta perderse en las nubarronas que aparecían de nuevo. El camisón blanco se materializaba sobre el bracito enclenque, extendido hacia las arrugadas manos ahora perdidas en el firmamento. Así hasta que se vio de nuevo en su cuarto, sobre un tapete sucio de plástico hecho en China, la mugre sobre las mejillas diseccionada salvajemente por miles de lágrimas nostálgicas y el ruido del radio con su estación favorita mal sintonizada.

La noche cayó al instante. Un hermoso sueño sobre las sábanas de algodón.

Vista desde el cielo, la ciudad no parecía tan mala, incluso para un gorrión como este que había nacido en la falda de una montaña y había visto las delicias de la naturaleza imponerse o caer ante el asedio humano. Conforme acomodaba su vuelo para hurgar en los ventanales de ese modesto hospital, le pareció ver colarse una luz a través de los ventanales. Le dio tiempo para curiosear.

Pero nada que haya visto antes se parecía a esto: vio una sombra de bata blanca desplazarse hasta el vientre de una neófita emocionada a punto de parir.

-¡Es una niña! – gritó el doctor, emocionado.

-¡Imposible! – se dijo el gorrión, al ver aquella luz habitar al nuevo cuerpecito, ahora rebosante de energía. Y entonces entendió.

De vez en cuando, segundas oportunidades se dan a las almas que, víctimas de sus circunstancias, eluden toda posible vía de felicidad y se dan cuenta en último momento que nunca fueron tan plenas, como en la más tierna de las inocencias.


Tocar la puerta a arañazos, comenzó a ser un hábito para una bolita de pelo llamada Bastet, quien en adelante se aseguraría de no dejar a su joven joya enfriarse de nuevo en ninguna bruma, ni brisa advenediza, aun cuando no pudiera protegerla más que en sueños, como sus milenarios antepasados hicieron con faraones y reinas revestidos enteramente en oro, añorando un atardecer perpetuo que ya no diese marcha atrás.



miércoles, 29 de junio de 2016

Altar

Por: Gustavo Torres G.

La joven Schwinger no podía creer la fortuna de sus amigas para encontrar el amor, especialmente cuando a pesar de ser (en sus propios ojos) la mejor dotada intelectual y físicamente, parecía no importar siquiera a los del concejo. Todo recurso disponible en la Tierra para defender a la humanidad de la invasión plutoniana dependía de la democrática y voluntaria selección del mejor partido posible en este planeta. Ese joven rey interplanetario aceptaría dejar a todos en paz, si podía llevarse consigo la afrodita que nunca encontró en los otros ocho; dijo alguna vez haber entrado al sol para negociar con los helioditas acerca del mismo asunto, aunque definitivamente supo, desde el inicio, que no estaba en posición para eso. ¿A quién se le ocurre dispararle a las escopetas?
La desgracia de Marisa Schwinger venía desde hacía muchas generaciones, cuando el Tercer Reich ejecutó su programa eugenésico en las postrimerías polacas. 

Dijo su propia madre alguna vez:
- Heredaste la hermosura de tu padre, y por desgracia, ese maldito gen atávico que persigue a las Seymour desde que llegaron de América, ese que hace a todos temernos. No te culpes por ser una diosa, no hay amor que esté a tu altura.

Recordó eso desde aquellas primeras mariposas de la adolescencia, cuando la lista de reconocimientos académicos y coronas de beldad atascaban las paredes de su habitación, igual que las cicatrices de su corazón, roto igual o más veces. De nada le sirvió su herencia genéticamente perfecta, planificada, si el peso de esa mezcla de sangre le haría sufrir para siempre en los recovecos amargos de la soledad.

Ahora, doscientos años después de los absurdos que terminaron creando su linaje, la ira de un monarca estelar estaba a punto de partir este mundo en dos si no se le entregaba al epítome de la evolución humana. Marisa sabía, sin incomodarse por la modestia, que ese título, ese honor, la cúspide de lo que podía ser pulcro e impecable, era ella.

Todas sus conocidas, las feas, las guapas, las tontas, las geniales, encontraron un par con quien departir destinos, todas un escalón o dos debajo de ella en el ascenso evolutivo, aunque a pesar de eso, más cerca de ser elegidas por aquel ser a quien se ofendió soberanamente al enterarle la categoría a la cual se bajó su lugar de nacimiento siglos atrás, sin saber los inútiles que Plutón no era otra cosa, sino la sombra del planeta tetradimensional sobre el cual nació Éstigos, el mismo que ahora anhelaba el amor.

Cierto día, cuando la ceremonia de las naciones terrestres se preparaba para la ceremonia de entrega, el plutoniano, con su visión de cuerdas súper avanzada, logró captar desde su estación espacial, junto a la luna, un movimiento vibratorio extraño proveniente de algún lugar cercano. Primero pensó en Mona, la princesa selenita con quien salía en su adolescencia, pero recordó que había muerto de un extraño susto hacía poco más de siglo y medio. Examinó de nuevo su recuerdo de su visión y vio que era de algún lugar de la Tierra. Rápido como el pensamiento, Éstigos se teletransportó hasta la campiña donde una mujer de impresionante presencia borraba aquel paisaje verde y fresco. Algunas hojas sobre el suelo se movieron con el calor emitido en el corazón del rey, ahora absolutamente tomado por la señorita Schwinger, quien por alguna mística razón, sabía el lugar exacto en donde se encontraría con el destino.


La tez absolutamente rosada del viajero no coincidía con su constitución física: un portento por donde se le apreciara, altísimo, superior en estructura a cualquier humano que haya existido, con una mirada de convencimiento apenas encima de sus propias expectativas sobre la mujer a quien ahora dedicaría el universo entero, de ser necesario.

Estando ya de frente, ella sonrió, lanzó su mirada hacia el horizonte tras él, se acercó para darle un beso y continuó su marcha hacia ninguna parte. El vestido sobre su cuerpo reaccionó a la ondonada sobrenatural del frío emanado del corazón del soberano, quien entendió al instante que no había ser en esta dimensión digno de semejante deidad; ella misma se dio cuenta, mientras una vorágine espectral consumía este pequeño punto azul el en universo, con todas sus risas, desgracias e historias… todo absorbido sin querer por el corazón roto de un dios, literalmente agrietado, descubriendo un vació sideral que tragó todo a su alrededor, menos la luz de la belleza en Marisa, suspendida ahora para siempre, por siempre en la inmensidad del espacio.



La huida del asafino

Por Gustavo Torres G.

El arte de la caza  se inventó sobre tierra por necesidad de los primeros humanos, se dieron cuenta que la satisfacción calórica por la ingesta de insectos, frutos y otras viandas regaladas por Madre Naturaleza, se quedaba corta ante el consumo desmedido de energía en esos incipientes, aún encorvados cuerpos blandengues. Costó trabajo hacerse primero a la idea de tomar la vida de un hermano mayor; al principio, ninguno soportó el tacto gelatinoso de las entrañas ajenas, pero la fisiología hizo su trabajo al no dejar opciones, salvo sobrevivir. Tomar una vida no tendría otra justificación que esa. La recompensa a esas largas jornadas tras la desafortunada presa fue siempre, para el cazador, el regazo de su hembra al regresar, o bien, saberse en igualdad momentánea ante el poderío de todas las demás especies animales.
Legitimaba su menú al elegirlo. Ese fue siempre su único distintivo. No se come lo que hay. Se come lo que se quiere. Fue siempre así hasta que negó el placer del sudor, la sangre y el riesgo de su propia existencia al crear el cautiverio y la crianza, aberraciones de la inteligencia humana, de su soberbia, del talante falso de la organización. Negó su propio propósito y pagó el precio: por las noches, cuando las necesidades han sido satisfechas en demasía durante la vigilia, toda su estirpe enfrenta al ancestral espectro de la noche, implacable e inmune al paso del tiempo, aquello tan temido por quienes creen haberlo comprendido.

Anterior a nuestra raza se enfrentaron a tan oscura fantasía tecolotes, ratas, peces y delfines, todos quedaron con heridas noctámbulas para la eternidad. Algunos más afortunados simplemente prefirieron no enfrentarla y perecieron eones antes, ¿o alguien ha escuchado alguna vez de algún tiranosaurio que durmiera?


miércoles, 30 de marzo de 2016

El emblema del estar

Por: Gustavo T. G.

Alejando de toda connotación sexual, la palabra perversión parece perder sentido, aunque es necesario ampliar el abanico de significados si partimos desde la concepción filosófica y hasta artística del término; pervertir es dar la vuelta, dejar de ser como se debería, violentar estructuras morales y definir sin equívocos la supremacía del pervertido, ¿y qué es la perversión sino la ocasión de dar paso desenfrenado a la voluntad y la inteligencia? No pretendo hacer apología de la bestialidad o del instinto animal desmedido en la búsqueda del placer carnal, ni siquiera concibo al perverso (en ese sentido) como una persona, intento abrir paso a un mundo de posibilidades no nefastas desde la cual el afectado/afortunado con trastorno mental de este tipo. Sí la diferenciación con el neurótico, en términos freudianos, en cuya concepción del mundo, el desahogo viene sólo de la laceración propia o ajena, percibiendo en eso regocijo; hablo de aquellos que modifican por necesidad intelectual, espiritual, estética.
Los primeros homínidos, en casi todas sus variantes, tuvieron ocasión de representar la cotidianidad en las paredes de las cuevas que habitaron, plasmaron en su limitada, pura y maravillosa capacidad pictórica aspectos cotidianos como la caza, los rituales o simplemente lo que estaba alrededor, por eso sabemos que tanto en América como en Europa u África, el común denominador para ese modus vivendi no era precisamente la recolección. Cada legado en los estadios de evolución humana ha tenido ese plus no retribuible para la comunidad donde se generó, pero que ha prevalecido el paso del tiempo como evidencia incontestable de las inquietudes metaexpresivas del humano en todos los tiempos.
Saber solucionada una necesidad, cualquiera que sea su naturaleza, implica la correcta administración de las energías para otros menesteres, pero en el curioso, son las nuevas formas de satisfacción de esa carestía las que le significan un nuevo modelo a seguir, ese que no existe y requiere tanto la más férrea voluntad, como el más agudo de los ingenios, porque la perversión no sólo es planeación, sino el emocionante estado de espera a los resultados inesperados. Lo saben los poetas, los dibujantes, el compositor, el amante de la vida. Virar no es regresarse, sino ver el camino como una realidad alterna. Nunca nadie regresó por gusto, sino por voluntad, es diferente; implica lucidez y valentía hacer tal cosa.
Junto con la cultura, la moral es un concepto sumamente ambiguo, tenerlas o no puede ser satisfactoriamente equivalente, al tiempo que contradictorio, pues toda nuestra actividad se supedita inconscientemente a lo que el resto considera culto o moralmente aceptable, en este sentido, el inmoral, culturalmente hablando, alcanza el grado de genio inalcanzable o incomprendido; el inculto, moralmente hablando, es el lado oscuro de la luna, su libertad está coartada por el infortunio de la ignorancia, solapada por la pedantería y temeridad de tal estado. En ambos casos, el impulso de perversión busca genuinamente nuevas formas de hacerse entender por el mundo, con la espera de abrir nuevos caminos desde el terremoto encarnado en su propia personalidad.
Un genuino perverso entiende las situaciones en forma holística, es así porque puede, sobre todo porque decide ser y hacer así, no hay forma de ser explosivo creativamente hablando si el futuro no es transgredido, si las vestiduras no se caen y si no se reconoce la necesidad del paneo sobre una vida a veces atada de manos y pies, y no precisamente sobre una mesa…

Continuará… (si algún grado de perversión me alcanza)

Comala en Streaming: comentarios sobre la adaptación de Rulfo al cine digital

 Por: Gustavo Torres Gómez Es como el duelo: se parte de la negación, hay broncas internas qué solucionar, cierta negociación, la consabida...