viernes, 1 de julio de 2016

Rubí

Por: Gustavo Torres G.
Hace un rato se dejó de escuchar la radio. Por alguna razón los murmullos de los niños en la calle se convirtieron en un ruido extraño. La calma como tal comenzó a preocuparle, nunca desde que se perdió había tenido la sensación de que todo estaba bien, aunque esta vez sus entrañas emitían tal vibración que pudo haber corrido un maratón ida y vuelta sin cansarse; ¿qué estaría pasando ahí afuera? Quitándose lagañitas, apenas con un camisón blanco encima, tomó valor para hacer a un lado esa sucia cobija de trapos. La excitación de comenzar un nuevo día no se perdía todavía en ella. Respiró lenta y profundamente, en tanto su esmirriado cuerpito de apenas metro y medio de pura actitud se estiraba a modo de calistenia. Un par de huesos tronaron y no pudo evitar soltar la carcajada.

Mucho antes de encontrar esta casa abandonada había conseguido acostumbrarse a vivir bajo los puentes de acceso portuario, el único lugar donde las banditas de la ciudad no cobraban derecho de piso. Una mujercita de su edad aún no levantaba pasiones desenfrenadas entre los niños de la zona, pero sí rivalidades automáticas con el resto de las niñas, territoriales hasta las últimas consecuencias. Los recursos nunca abundaron, la tolerancia tampoco. El barrio no pregunta. Mata. Un día el nivel del mar comenzó a subir y tuvo que buscarse un refugio lo suficientemente sucio como para no atraer a las ratas, lo suficientemente aislado para prender su receptor de radio, único vínculo con un pasado que ya había dejado atrás, pero se resistía a abandonarla.

No había llegado al baño aún, cuando escuchó un rasgueo tras la puerta. -¿Quién será?- Pensó verdaderamente sorprendida; hacía años, literalmente, que no entablaba conversación con absolutamente nadie, mucho menos reveló el escondrijo que utilizaba como domicilio. La sorpresa fue mayúscula: un gato criollo de bigotes elegantes se abalanzó tras sus tobillos y se embarró como si saldara una deuda. Paralizada, apenas notó una lágrima caer hasta el piso; era nada menos que Bastet, la vieja mascota de su abuela, finada cuando ella cumplió los seis. Era ella, sin duda. Ese collar y media oreja derecha no podían ser de nadie más.  Olía a jardín. Levantó la mirada, sintiéndose observada. Todo se puso blanco.

Veía caer una bruma que llegó hasta su cama, en tanto la gata trepó a sus brazos, buscando abrigo. No supo cuándo, pero de pronto estaba con la puerta detrás, sólo la puerta y su casa desvanecida. Tembló por frío o por miedo, al ver de frente una calle absolutamente vacía y sus brazos aún encogidos sobre un animal que ahora tampoco estaba ahí. Creyó escuchar un piano a lo lejos, juraría que una obertura de Prokofiev, como la que pasaban diario en el cierre de su estación de radio a la media noche… pero no era media noche, esta neblina evidenciaba una mañana radiante que el cielo se negaba a asomar.

Una voz tarareaba la melodía que creyó escuchar desde el radio, añadiendo un allegro propio de las mejores escenas de Vivaldi en sus estaciones, desentonando con el frío sepulcral del momento; ese pedazo de tela vieja que llevaba encima apenas servía para detener el vientecito helado del ambiente, cada vez más mordaz e implacable. Ya no sabía si era el suelo cobrando vida, o el cielo cayéndose a pedazos. Como fuese, aquella voz estaba cada vez más cerca y por fin pudo identificar su origen: ¡Venía del cielo! Su corazón se detuvo un momento… aquel cantar celestial tenía mucho de lo que en sus mejores veranos recordaba. Algo de todo aquello no estaba bien.

Nube tras nube, el cielo se fue aclarando, dejando ante nuestra mujercita, el paisaje más hermoso que jamás pudo haber imaginado. De la nada, donde debían estar derruidos edificios y calles de asfalto, postes de tendido eléctrico, basura amontonada y prostitutas vendiendo cualquier cosa que pudieran ofrecer, ahora una vereda de piedras lisas y auténticas paredes de arbustos trifoliados con gigantescos helechos como guías cuesta abajo, abrían paso ante una temerosa e incipiente sonrisa.

Como pudo, evitando pisar alguna espina o traicionera piedra del camino, puso un pie sobre otro hasta acercarse a un inesperado acantilado, donde sintió la confianza de lanzarse, así sin más. La sensación de liviandad había curado desde hacía un rato el escozor de la helada tras la niebla; se sentía preparada para todo, ahora era invencible. Cayó cual hilo al aire: paseada por una fresca ventisca casi al azar. Ya no importaba dónde estaba, ni a dónde iba, todo lo que sentía era felicidad, salida de quién sabe dónde. El sol, a punto de poniente, bañó de dorado todo cuanto la vista alcanzaba a captar, como una caricia en las pupilas, como un regalo divino ante lo cual no puede haber negativa ni objeción. Se sintió más viva que nunca, sin edad, eterna; había vivido por siempre y al mismo tiempo todo comenzaba. El talle, ya desnudo, lijó el agua sobre la cual desplazó su etérea humanidad.

- ¿Tú? – Escuchó de pronto. - ¿Qué estás haciendo aquí? De pronto todo el verdor platinado a su alrededor comenzó a tornarse gris… y de pronto a esfumarse, como la bocanada que se da a un habano. De lo denso a lo liviano, la abuela acaecida dejaba verse de nuevo, acaso preocupada por encontrarse inesperadamente a su nieta en un lugar al que definitivamente no debía acudir aun. –No debes estar aquí, mi niña – dijo con dulzura infinita, y una mano tocándose el pecho, en señal de pena. –Te daré el regalo del tiempo, pero por favor ya no me des un susto como ese, tesoro mío – musitó la anciana.

Qué tan confundida estaba la mujercita, que no supo si correr a abrazar a su abuela o caer rápido en cuenta del derrumbe de esto que definitivamente no era la realidad. Los tallos se volvieron columnas de concreto; las aves a lo lejos, mosquitos en busca de sangre sobre la piel de los brazos; el suelo cálido de un verano utópico, frío asfalto negro y quebradizo. Rachmaninoff al fondo, en una estación de cortísima amplitud, hacía parecer aquello el apocalipsis adelantado de una infancia nunca vivida, el alma vieja de una niña cuya vida nunca fue y hasta en el trance al otro mundo la felicidad le estaba siendo negada.

-Alegra el corazón, mi niña- repetía una y otra vez la vieja, con amor, mientras se elevaba lentamente hasta perderse en las nubarronas que aparecían de nuevo. El camisón blanco se materializaba sobre el bracito enclenque, extendido hacia las arrugadas manos ahora perdidas en el firmamento. Así hasta que se vio de nuevo en su cuarto, sobre un tapete sucio de plástico hecho en China, la mugre sobre las mejillas diseccionada salvajemente por miles de lágrimas nostálgicas y el ruido del radio con su estación favorita mal sintonizada.

La noche cayó al instante. Un hermoso sueño sobre las sábanas de algodón.

Vista desde el cielo, la ciudad no parecía tan mala, incluso para un gorrión como este que había nacido en la falda de una montaña y había visto las delicias de la naturaleza imponerse o caer ante el asedio humano. Conforme acomodaba su vuelo para hurgar en los ventanales de ese modesto hospital, le pareció ver colarse una luz a través de los ventanales. Le dio tiempo para curiosear.

Pero nada que haya visto antes se parecía a esto: vio una sombra de bata blanca desplazarse hasta el vientre de una neófita emocionada a punto de parir.

-¡Es una niña! – gritó el doctor, emocionado.

-¡Imposible! – se dijo el gorrión, al ver aquella luz habitar al nuevo cuerpecito, ahora rebosante de energía. Y entonces entendió.

De vez en cuando, segundas oportunidades se dan a las almas que, víctimas de sus circunstancias, eluden toda posible vía de felicidad y se dan cuenta en último momento que nunca fueron tan plenas, como en la más tierna de las inocencias.


Tocar la puerta a arañazos, comenzó a ser un hábito para una bolita de pelo llamada Bastet, quien en adelante se aseguraría de no dejar a su joven joya enfriarse de nuevo en ninguna bruma, ni brisa advenediza, aun cuando no pudiera protegerla más que en sueños, como sus milenarios antepasados hicieron con faraones y reinas revestidos enteramente en oro, añorando un atardecer perpetuo que ya no diese marcha atrás.



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