Por Gustavo Torres G.
El arte de la caza se inventó sobre tierra por necesidad de los
primeros humanos, se dieron cuenta que la satisfacción calórica por la ingesta
de insectos, frutos y otras viandas regaladas por Madre Naturaleza, se quedaba
corta ante el consumo desmedido de energía en esos incipientes, aún encorvados
cuerpos blandengues. Costó trabajo hacerse primero a la idea de tomar la vida
de un hermano mayor; al principio, ninguno soportó el tacto gelatinoso de las
entrañas ajenas, pero la fisiología hizo su trabajo al no dejar opciones, salvo
sobrevivir. Tomar una vida no tendría otra justificación que esa. La recompensa
a esas largas jornadas tras la desafortunada presa fue siempre, para el cazador,
el regazo de su hembra al regresar, o bien, saberse en igualdad momentánea ante
el poderío de todas las demás especies animales.
Legitimaba su menú al elegirlo.
Ese fue siempre su único distintivo. No se come lo que hay. Se come lo que se
quiere. Fue siempre así hasta que negó el placer del sudor, la sangre y el
riesgo de su propia existencia al crear el cautiverio y la crianza, aberraciones
de la inteligencia humana, de su soberbia, del talante falso de la
organización. Negó su propio propósito y pagó el precio: por las noches, cuando
las necesidades han sido satisfechas en demasía durante la vigilia, toda su
estirpe enfrenta al ancestral espectro de la noche, implacable e inmune al paso
del tiempo, aquello tan temido por quienes creen haberlo comprendido.
Anterior a nuestra raza se
enfrentaron a tan oscura fantasía tecolotes, ratas, peces y delfines, todos
quedaron con heridas noctámbulas para la eternidad. Algunos más afortunados
simplemente prefirieron no enfrentarla y perecieron eones antes, ¿o alguien ha
escuchado alguna vez de algún tiranosaurio que durmiera?
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