Por Gustavo Torres G.
¿Qué antídoto hay contra la necedad? ¿Cómo se es tolerante
ante la intolerancia? ¿Cómo debe entenderse? ¿Debe entenderse? ¿Debe atacarse?
¿Se debe tener actitud pasiva? Hay muchísimas interrogantes que acusan
respuestas si no inmediatas, sí contundentes respecto al asunto tan
necesariamente actual de los derechos de las personas con orientaciones y
preferencias sexuales “no naturales” en ojos de la cristiandad, la urgencia de
cordura en un país caracterizado por no tenerla.
Decía el insoportable e intenso Michel Foucault, que el
sexo, la sexualidad es un asunto de poder, de dominio. Probablemente nunca
antes en la historia se haya pensado en los bajos instintos como hoy, con la
aceptación del placer como inexpugnable del acto carnal, y, en ese sentido, las
explicaciones sociológicas al respecto de por qué el disfrute de las aptitudes
sociofisiológicas que encarnan al acto sexual (nunca mejor dicho) son todavía
(o cada vez más) tan amonestadas por la iglesia en todos sus niveles.
El asunto es que la sexualidad no es sólo disfrute, tendría
una connotación limítrofe si se deja en ese horizonte; estamos hablando de toda
una estructura de pensamiento y personalidad construida alrededor de la
identidad sexual, que se intercala inequívoca e inseparablemente de los roles y
patrones de comportamientos que se ajustan o no a lo esperado socialmente, o
trágicamente, por el consciente-inconsciente del individuo, en ese orden.
¿Cuál es, entonces, el propósito de condenar el legítimo y
natural derecho a ser uno mismo? ¿Por qué coartar la felicidad y realización
individual en lo colectivo, cuando los hábitos en la cama son estrictamente
individuales e inviolablemente íntimos? Si hay alguien que pueda defender
razonable y lógicamente el hostigamiento, la persecución inquisidora contra lo
que contemporáneamente se denomina sociedades de convivencia, contra las personas de actitudes y prácticas
de sexualidad “no convencionales”, la quiero saber.
Sobre las desventuras sufridas por la humanidad padeciéndose
a sí misma durante siglos, entender la existencia del otro y su derecho a la
individualidad ha sido el reto más importante por superar, especialmente por
las grandes religiones del mundo. Nos asombramos por las barbaridades del
Estado Islámico en medio oriente con sus crímenes de lesa humanidad y contra la
cultura, pero olvidamos convenientemente que la iglesia católica quemó gente
viva durante una bonita etapa histórica conocida como Inquisición, sin dejar de
mencionar la evangelización forzada de prácticamente todos los pueblos “incivilizados
y sin alma” en la América recién colonizada. Recordamos a Hitler con su
consabido repeluz ante los judíos, pero no hacemos memoria de las decenas de
papas hipócritas que condenaron con sangre, encierro y marginación a personas
con un nivel de homosexualidad apenas debajo de la de ellos mismos. No condeno
la homosexualidad, señalo el cinismo de las altas cúpulas ultraconservadoras,
extremistas, cerradas y retrógradas de todas las religiones. El camino hacia
cualquier dios, según ellas mismas, es el amor, pero no entre maricones o
tortillas, porque es pecado mortal. Los cielos se van a confundir mucho cuando
hagan corte de caja. Dijera el gran Orwell en su Rebelión… “todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que
otros”.
La falacia que sostiene la legitimidad de la iglesia como
institución superviviente en nuestros tiempos tiene que ver con la unificación
social y la transmisión de valores, y es cierto, lo hace, pero ¿son la
intolerancia, la ignorancia, el dogmatismo, la impulsividad sexual depravada de
los sacerdotes, la fé estúpida, la irracionalidad, el misticismo, fanatismo,
superchería, mitomanía sistemática, cinismo encubierto, lavado de dinero,
pedofilia, negociaciones con empresas armamentísticas, solapamiento de
genocidios como los de Ruanda, Auchwitz o Pretoria, afán de protagonismo,
pedantería, valores o situaciones que necesita la humanidad a estas alturas? Catafixio
todo eso por racionalidad, sentido común, tolerancia y sobre todo poesía, mucha
poesía.
La gran Simone de Beauvoir en sus brillantes reflexiones
sobre el papel de la mujer, sus roles y demás problemáticas de la personalidad
dijo: “No se nace mujer, se llega a serlo”, explotando así, hermosamente, el
sentido profundo de lo que significa identidad sexual, pues es innegablemente
un constructo, una pirámide artificial determinada o sopesada según las
necesidades/ideas de la sociedad donde se edifica. No aprendemos a ser hombres
o mujeres, se nos enseña, que es bastante distinto. Tener pene o vagina, pues,
no implica destino, ni formas, ni ideas que “se tienen que seguir”, no hay nada
natural en ningún comportamiento, en ninguna institución social, especialmente en
lo que se empeñan en definir como “familia funcional”, es un asunto de poder,
como ya mencioné, no de moralidad, ni de una decisión divina. No hay teocracia ni
teología que sustente lógicamente la barbarie del rechazo a los grupos sociales
a los cuales me refiero, no cuando se desestima el poder de personas que
genuinamente pelean su derecho a amar.
Llegará el día en que se considere ilegal cantar, porque no
es natural del ser humano, se condenará la educación en escuelas porque la ciencia
nunca ha aportado algo apenas útil, será pecado hasta pensar y nos consumiremos
a nosotros mismos como nación, cual serpiente que ha encontrado su cola, la
consume y felizmente asume su dolor como la única y vulgar manera de justificar
la saciedad de su apetito. Eso es México.
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