Por:
Gustavo Torres G.
“El hombre
educado (…) está mucho menos expuesto a dejarse dominar por los demás animales”.
Sócrates.
Recién
terminaba de leer algunos relatos de Lovecraft, cuando caí en cuenta del estado
emocional en el cual estaba envuelto: la respiración acelerada, el corazón
dando tumbos casi espasmódicos, la humedad del sudor en las manos y una enorme
(enorme) sonrisa en el rostro. Estaba asustado, pero feliz. El asunto de
involucrarse con lo que se lee no es precisamente una ciencia exacta, mucho
menos existe un método, aunque habrá quienes perjuren poder escanear ocho mil páginas
por hora, no veo nocivo darse el tiempo para disfrutar el sagrado acto de la
cosecha intelectual (legére, según su raíz latina; etimológicamente hermoso).
Como sea, no
sólo en la lectura puede encontrarse realización o desfogue, por supuesto,
prácticamente todas las otras áreas del arte tienen, en su concepción o
disfrute, la etérea cualidad del desprendimiento. Funciona para muchos lados,
las aristas son infinitas. Me gusta entenderlo como la posibilidad de ser un “yo”
dentro o sobre a obra misma, como aquel niño que juega a ser Supermán, o la niña
que verdaderamente encarna a la enfermera o licenciada.
Hubo siempre un
mágico momento en nuestras vidas en el cual los significados inmediatos se
transformaron en inspiración: cuando infantes, para volar, curar, criar,
manejar o salvar la humanidad; cuando adultos, nos volvemos incapaces de pensar
a ese nivel, nos acobardamos ante la incontrarrestable verdad contenida en la
muerte de la imaginación, un asesinado, un suicidio. No nos hacemos más
grandes, simplemente tapamos esa verdad, aunque, como el superfluo Sonomán
diría: “tenemos que resignarnos al hecho de que nunca llegaremos a ser adultos”.
¿Qué pasa
cuando dejamos de imaginar por nuestra cuenta? ¿Son los sueños el grito
desesperado de aquel chico que corría con capa sobre el césped? ¿Quién es capaz
de salvarnos de la muerte espiritual? Las respuestas a esto y mucho más, en el
siguiente y emocionante párrafo.
Igual que en
universo, aun cuando casi el total de este está compuesto de materia oscura,
realmente son las estrellas quienes se llevan el protagonismo, son bellísimas ¿no?
Suceden cosas similares en el mundo social: aquellos que con energía de vida*
inteligen una realidad distinta (normalmente mejor), ponen a disposición del
resto vislumbres de esta voluntad, convierten el ardor de su alma en lo que
atrevidamente entendemos y llamamos arte. El artista es el máximo maestro.
Probablemente
el mérito de aquel que crea esté en, precisamente, no reproducir lo que se le
ha enseñado ya, sino, desde sus capacidades, hacer posible el acercamiento
propio y del resto hacia un universo inédito, a veces encarnado en sonidos o la
sucesión de este; otras, acomodando manchas o líneas sobre papel, lienzo o
cemento; algunos prefieren usar su propio cuerpo, mientras en las sombras
utilizan las palabras…
“¿Quién sabrá el
valor de tus deseos?” recitaba como lamento el inmortal Adrián Clark, quien
añoraba “un maestro, una causa, un efecto”. La obra artística es superior a su
creador, luego entonces, la vida puede ser explicada desde el arte, por eso se
concibe al nivel del aire mismo. No hay humanidad, no hay dios si el arte
muere.
Es endeble
esta línea lógica, prácticamente metafísica, pues entonces ¿qué pasa cuando el
artista se va? ¿Cómo continuar el camino si el maestro eligió otro plano de la
existencia? Uno verdadero continúa otorgando verdades incluso cuando se ha
marchado, cuando el camino abierto nos pone de nuevo en posición de imaginar,
de transformar la mente en opio de sí misma con el único riesgo de ir más allá
de las estrellas que podemos ver, y la condición de adulto no sea otra, salvo
la de asumir la responsabilidad de no morir de quietud, como una gota de
lluvia, indecisa antes de caer al resbalar de la cornisa.
* Los
conceptos de “energía de vida y muerte” llegaron a mí por la genial antropóloga
Socorro Guzmán, lo cual agradezco enormemente, pues ha significado una cifra/variable
más con la cual sopesar el asunto de entender las realidades.