lunes, 19 de octubre de 2015

Una gota sobre la cornisa

Por: Gustavo Torres G.
“El hombre educado (…) está mucho menos expuesto a dejarse dominar por los demás animales”.
Sócrates.

Recién terminaba de leer algunos relatos de Lovecraft, cuando caí en cuenta del estado emocional en el cual estaba envuelto: la respiración acelerada, el corazón dando tumbos casi espasmódicos, la humedad del sudor en las manos y una enorme (enorme) sonrisa en el rostro. Estaba asustado, pero feliz. El asunto de involucrarse con lo que se lee no es precisamente una ciencia exacta, mucho menos existe un método, aunque habrá quienes perjuren poder escanear ocho mil páginas por hora, no veo nocivo darse el tiempo para disfrutar el sagrado acto de la cosecha intelectual (legére, según su raíz latina; etimológicamente hermoso).

Como sea, no sólo en la lectura puede encontrarse realización o desfogue, por supuesto, prácticamente todas las otras áreas del arte tienen, en su concepción o disfrute, la etérea cualidad del desprendimiento. Funciona para muchos lados, las aristas son infinitas. Me gusta entenderlo como la posibilidad de ser un “yo” dentro o sobre a obra misma, como aquel niño que juega a ser Supermán, o la niña que verdaderamente encarna a la enfermera o licenciada.

Hubo siempre un mágico momento en nuestras vidas en el cual los significados inmediatos se transformaron en inspiración: cuando infantes, para volar, curar, criar, manejar o salvar la humanidad; cuando adultos, nos volvemos incapaces de pensar a ese nivel, nos acobardamos ante la incontrarrestable verdad contenida en la muerte de la imaginación, un asesinado, un suicidio. No nos hacemos más grandes, simplemente tapamos esa verdad, aunque, como el superfluo Sonomán diría: “tenemos que resignarnos al hecho de que nunca llegaremos a ser adultos”.

¿Qué pasa cuando dejamos de imaginar por nuestra cuenta? ¿Son los sueños el grito desesperado de aquel chico que corría con capa sobre el césped? ¿Quién es capaz de salvarnos de la muerte espiritual? Las respuestas a esto y mucho más, en el siguiente y emocionante párrafo.
Igual que en universo, aun cuando casi el total de este está compuesto de materia oscura, realmente son las estrellas quienes se llevan el protagonismo, son bellísimas ¿no? Suceden cosas similares en el mundo social: aquellos que con energía de vida* inteligen una realidad distinta (normalmente mejor), ponen a disposición del resto vislumbres de esta voluntad, convierten el ardor de su alma en lo que atrevidamente entendemos y llamamos arte. El artista es el máximo maestro.
Probablemente el mérito de aquel que crea esté en, precisamente, no reproducir lo que se le ha enseñado ya, sino, desde sus capacidades, hacer posible el acercamiento propio y del resto hacia un universo inédito, a veces encarnado en sonidos o la sucesión de este; otras, acomodando manchas o líneas sobre papel, lienzo o cemento; algunos prefieren usar su propio cuerpo, mientras en las sombras utilizan las palabras…

“¿Quién sabrá el valor de tus deseos?” recitaba como lamento el inmortal Adrián Clark, quien añoraba “un maestro, una causa, un efecto”. La obra artística es superior a su creador, luego entonces, la vida puede ser explicada desde el arte, por eso se concibe al nivel del aire mismo. No hay humanidad, no hay dios si el arte muere.

Es endeble esta línea lógica, prácticamente metafísica, pues entonces ¿qué pasa cuando el artista se va? ¿Cómo continuar el camino si el maestro eligió otro plano de la existencia? Uno verdadero continúa otorgando verdades incluso cuando se ha marchado, cuando el camino abierto nos pone de nuevo en posición de imaginar, de transformar la mente en opio de sí misma con el único riesgo de ir más allá de las estrellas que podemos ver, y la condición de adulto no sea otra, salvo la de asumir la responsabilidad de no morir de quietud, como una gota de lluvia, indecisa antes de caer al resbalar de la cornisa.


* Los conceptos de “energía de vida y muerte” llegaron a mí por la genial antropóloga Socorro Guzmán, lo cual agradezco enormemente, pues ha significado una cifra/variable más con la cual sopesar el asunto de entender las realidades.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Túnicas

Por: Gustavo Torres G.

En la distancia, una pirámide se bañaba del dorado brillo del atardecer. Sobre la vista se alzaba imponente, una columna de humo blanco, indeterminado entre el producto de una pasiva erupción o simplemente una nube colosal en proporciones. El viento tibio apenas movía las hojas de los árboles.

Cada tanto, los jaguares bajaban a holgazanear en las postrimerías del poblado, un sitio sagrado y de sacrificio. Si bien les iba, uno que otro hueso o el néctar vital aún caliente de los sacrificados caía en algún lugar suficientemente seguro,  entonces toda la familia podía deleitarse sin remordimientos o necesidad de correr. Así funcionaba desde hace mucho.
Cuando el sol terminaba de ocultarse, Saak-Balam gustaba de escaparse de la seguridad de la selva, atravesando corredores verdes y saltando sobre arroyuelos de fantasía; su ímpetu en el vivir nunca se contenía, incluso sus patitas regordetas aun, no eran lo suficientemente largas como para llegar más rápido a donde quería, y eso se estaba volviendo peligroso. Le urgía crecer.

Llegado el amanecer, el joven cachorro había ya recorrido todos los templos y jacales; robado uno o dos guajolotes pelados y admirado la exactitud de los trazos en la avenida principal, mientras todavía le quedaba tiempo de dormitar sobre la orilla de un cenote. El mundo era tan grande como sus patas.
Muchas lunas pasaron, casi tantas como las manchas sobre su preciosa piel. Saak-Balam había aprendido a entrar y salir de la ahora metrópoli sin ser detectado, incluso de día. Se había convertido en un experto mimético y su velocidad era tan vertiginosa que incluso las aves le envidiaban. A pesar de todo, el mundo del hombre le pareció siempre lo suyo, hubiera preferido andar sobre dos extremidades, en lugar de cuatro. Las ensoñaciones después de cada atraco eran cada vez más fuertes, siempre lo vinculaban con su añoranza de ya no esconderse al andar entre calles, o el de poder asir delicadamente cada bocado antes de pasarlo por el pescuezo; comenzó a ser víctima de sus propios deseos, un prisionero de la libertad.

Cierta tarde de verano, antes de cerciorarse que podía acceder a las inmediaciones de la gran ciudad, un impulso extraño le invitó a quedarse dormido; no opuso resistencia a pesar de todo y subió con una habilidad sorprendente, a un árbol tan grueso, como su propia longitud. No había terminado de cerrar los ojos, cuando la sensación de caída se hizo patente: el golpe fue durísimo, pero muy suave, como un cuchillo al enterrarse en la arena. Se quiso incorporar para lamerse cualquier posible herida, aunque le fue imposible, no por la ausencia de estas, sino porque la lengua ya no le alcanzaba a tocar salvo las comisuras labiales y su piel, ahora lampiña, carecía de motas, en su lugar, poros y sudor. Trastabilló hasta poder incorporarse sobre dos poderosas piernas, ante el asombro de verse por primera vez las manos.

Los hermanos de Saak-Balam, asustados después de algunas vueltas de sol por no encontrarlo más, se acercaron a la gran ciudad, y gritando como sólo su instinto les había enseñado, reclamaron a los hombres la devolución, pues el aroma salvaje aún se despedía del cuerpo convertido. En respuesta, los guerreros hicieron llover flechas y piedras a la frontera verde, pues consideraron perjurio. 

Aún la balista estaba bañando en dolor a la manada, cuando el propio transformado corrió tras el jefe del ejército humano, pero ya era tarde; los suyos, los originalmente suyos, le lloraban desde la muerte, sus heridas no emanaron carmesí, sino que expandieron una capa oscura sobre los pelajes. Con el tiño terminado, un nuevo aliento les levantó y entonces se marcharon, se hicieron llamar oncas, los oscuros, para recordar el luto por la pena del hermano que quiso cambiar de alma.

Saak-Balam aun recorre las ruinas de aquellos quienes le merecieron admiración, lo hace sobre todo en las tardes de verano, cuando el sol pinta de oro todo cuanto sus cansados ojos alcanzan a ver.


-Para Gabriela, a quien, en la distancia,  le encomiendo una misión de bienestar.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Uróboro

Por: Gustavo Torres G.

Un bajo y una batería sonando. Loop divino, agresivo, sensual. El synth esporádico tras el rock crudo casi me eriza la piel. Tres notas más y no podré seguir caminando, el espíritu casi revienta mis sentidos. Ya no me importan las miradas, mi trayecto está hecho, el contoneo seguirá ofendiendo a todos, pero la música no parará, y mi cuerpo tampoco.
Estos lentes tras el aparador son lo único que desviarán mi destino, y no por mucho tiempo… ¡Auuuuuuh! Va a ser complicado dejar de enamorarse de mí. Este ritmo es infernal. Es hermoso. ¡Es rock! Y soy suyo, y nada lo va a evitar. Esa vieja loca de las flores me grita algo, enfurecida, pero no sé qué es lo que dice. Me da risa. La amo.

Soy el extranjero autoexiliado; entre botas de pitón y sombreros de vinyl colorado, mi piel curtida resiste los gargajos de la multitud. ¡Ridículo! ¡Mamón! Son pétalos de rosa que se cuelan entre las bocinas y mis oídos, que siguen besándose a cuatro tiempos, los mismos que hay dentro de mi pecho, potente y rebosante ¡Cuanta vida por consumir!

Mientras la noche cae, todo se vuelve más claro, ya no veo los cuerpos sobre la banqueta, ni los camiones, ni los primores a cuatro ruedas, sólo es mi música y yo. Ella me dice “te amo” y le creo, sé que no me traicionará, su résped sagrada ya me ha recorrido; el orgulloso imbécil no se puede resistir ante esta diosa de siete brazos, que los usa para moverme entre el púrpura real y la más oscura de las verdades, que me ha llevado a aquel plácido campo de frutillas de mermelada y me ha traído a bordo de un camión de fibra melancólica hecho cerca de Buenos Aires.

Estoy poseído, pero esto ya no tiene sentido, ni mis brazos, ni mis piernas, ni mis lentes de 29.90 son capaces de contener esto que es pura energía, soy yo, pero soy todo lo demás, y ya no soy nada. 
Me da miedo, pero me excita, porque no he parado de vibrar, porque ya soy uno con mi hermosa sacra, y viviré para siempre, mientras haya tiempo y alguien con ganas de escuchar.



-Para un Abril que eterniza las primaveras.

lunes, 31 de agosto de 2015

Sobre el miedo y su evolución: una perspectiva parasociopsicológica. (parte 2)

Por: Gustavo Torres G.
Parte 2

Miedo al dolor.
Si bien el placer de vivir está dado mayormente por la posibilidad de percibir el mundo a través de los sentidos, la capacidad de modificar la naturaleza a nuestro antojo o conveniencia, desencadenó un desafortunado malentendido entre lo que se volvió parte de la solución a necesidades mínimas de supervivencia, o lo que simplemente devolucionó en caprichos.Me explico: para resguardarse de los peligros de la naturaleza, nuestros antiquísimos antepasados recurrieron a la síntesis del refugio natural; abstrajeron la idea de la cueva, ese lugar confortable en las laderas de cerros y demás accidentes geográficos, crearon su propia versión de éstas pero con la ventaja de ubicarlas en lugares abiertos, sin depender del azaroso hecho de que exista tal cueva. Y entonces las cavernosidades artificiales  fueron agrandando y complejizando hasta el punto de lo ridículo. ¿Una mansión de mil metros cuadrados para una familia de tres individuos? ¿Una casa de 54 millones de pesos y sin biblioteca? ¿Blanca? ¿Ninguna de estas es mía?

La protección perdió sentido cuando además se volvió aislamiento. La casa no es para vivir, el hogar verdadero es el ambiente de afuera, pero lo quisimos entender mal, porque el mundo más allá de las paredes sigue mordiendo y eso representa dolor. En el afán de protegernos, nos insensibilizamos, nos convertimos en nuestra propia cueva, que mágicamente aísla del sufrimiento porque este se considera no sólo evitable, sino indeseable, aberrante. Por supuesto, lógico es pensar que no hay necesidad de padecerlo, pero, sin el afán de ser mínimamente masoquista, me parece que el dolor representa la oportunidad (la única verdadera) de encontrarse consigo mismo.

 En alguna de sus banales obras, Todd McFarlane se atrevería a decir que "el dolor aleja la mente de distracciones y da acceso al conocimiento", y aunque la frase pierde sentido (casi) cuando se trata del sufrimiento físico (sobre todo de terceros), dentro del contexto sociológico y psicológico, se vuelve una máxima, una ley matemática. Todo incidente de impacto emocional para el individuo o colectividad se vuelve instantáneamente una oportunidad de mejora, el paso necesario para regalarle a la existencia por lo menos un viso de evolución, la reacción ante lo que evidentemente no está bien, una ocasión de ver hacia atrás y despedir, de arrancar las costras de aquello que, aunque fue parte de uno, mutaron en el cuerpo extraño ávido de una energía que ya no estamos dispuestos a compartir. Esa casa puede llenarse de adornos y pretender que es bella, cumple su función de refugio, pero si no se reconoce lo necesario del dolor como impulso para crecer, cualquier castillo puede ser prisión.

Lo maravilloso de considerar a las personas como parte de una conciencia en colectivo, es sin duda este asunto casi metafísico de “si le pasa a uno, le pasa a todos”, no sólo en plano metonímico de la expresión, sino como una realidad precientífica (ante la cual una inminente explicación racional, seguramente merecerá un artículo de mi parte). Aquellos gigantescos organismos fungiformes de cientos de hectáreas y miles de años de edad (como los existentes en algunos bosques estadounidenses), palidecerían al conocer la capacidad psíquica de los grupos humanos, cuando en reacción a lo que les afecta, generarían tal cosa como el “dolor social”. Es triste descubrir de pronto cómo la anestesia mediática/cultural ha surtido un efecto devastador en países como México; desaparecen diariamente cantidades ingentes de conciudadanos y el corpus ni se inmuta.


Alguna vez escuchaba a un entrenador de boxeo decir que no se debe golpear demasiado seguido al oponente en la misma zona, porque el primer trancazo le va a doler, pero el segundo ni lo sentirá. Creo eso pasa acá, es tan cotidiano, tan normal, que parece no existir ese algo lacerante; mientras las raíces se consumen, las hojas en lo alto perviven esperanzadas en un cielo que nunca alcanzarán. La multitud no le teme al dolor, porque vive en él. Es ya parte de su naturaleza. Es más, nuestros milenarios antepasados lo usaban para contentar a sus dioses; no sé si algún resabio genético mictlantecuhitleco en nosotros nos impulse desde el inconsciente a seguir aceptando a nuestros masacrados como ofrenda divina.

viernes, 28 de agosto de 2015

Sobre el miedo y su evolución: una perspectiva parasociopsicológica.

Parte 1
Por: Gustavo Torres G.

El mundo quiere matarnos, eso es un hecho. La adaptación de la especie humana al entorno propio (la "civilización") es tan poderoso que no sólo ha terminado por establecer el único ecosistema posible a través del cual un individuo pueda desplegar todo su potencial, y como una ley física, el costo de esta dependencia implica también transformaciones profundas en el adalid de nuestra gloria y sufrimiento: el pensamiento, los retruécanos de nuestra actividad característica como seres vivos superiores (¡ja!). Cualquier cosa que represente riesgo a esa condición humanizante desemboca en una de las reacciones universales para todo el reino animal: el miedo.

Miedo a la muerte.
El más primigenio de los instintos es aquel que nos previene y alerta de morir. Dejar de vivir no es negocio para ningún ser vivo, a menos que, como en ciertas tragedias shakespereanas de la naturaleza, la muerte simbolice sólo el inicio de un nuevo resplandor; me viene a la mente aquel poético acto de amor materno en la cual cierta especie de calamar se deja morir una vez que ha ovulado, para que sus crías, una vez fuera de sus cascaritas, utilicen el cuerpo de su santa madre como alimento. "¿Qué es más bello que la muerte?" diría el divino Zeus en la gloriosa Wrath of the Titans (2012). Y sí, la sola idea de abandonarse a lo único en verdad inevitable, tendría una connotación sólo entendida como una liberación, un encuentro con el universo, si lo vemos con un mínimo de sentido panteísta. ¿Hay entonces razón para temerle?

No se le teme a la muerte, se le teme a seguir vivo. (De nada). Es el paso hacia el otro lado de a frontera lo que siembra en el corazón de las personas la necesidad de un Cancerbero, la horripilante angustia de sentirse abandonado, en medio de un camino neblinoso, a través de un pantano silente, abierto, iluminado sólo por aquello que consideramos esperanza. Si un atisbo de temor se asoma en ambos lados de la existencia, sería el de la soledad. Tememos a morir porque ahí abajo, dos metros bajo tierra, dentro del hornito, en las fauces de los zopilotes siberianos o en el rito sanguinario del Tíbet, en todos estos lugares, estaremos absolutamente solos. No sé si la aceptación de esa condición salve de la locura, pero es cierto que haría llevadero el trance de regreso hacia el seno cálido de Mamá Tierra. "Comprender que solo estar, es más puro", rezaba el poeta Adrián C. Clark.

Miedo al amor.
El infinito Óscar Wilde aseguraba: "the mistery of love is greater than the mistery of death" y probablemente haya tenido razón. En un universo de posibilidades, es incluso más probable aquella vieja idea medieval de la generación espontánea, que eso de que el amor exista, sea cual fuere la noción que tengamos de este. Como si de un fantasma se tratase, las personas parecen invocarlo, para demostrar ante sí mismos algo cuyo intelecto apenas comprende, aún más cuando de verdad el espectro logra materializarse ante los ojos del incrédulo o el escéptico.

El amor es un algo tan potente, tan superior a quien lo solicita, que invariablemente termina por espantarlo. Daría mi (guajira) fortuna asegurando que esta bendita especie, llamada humanidad, le teme más a los efectos del amor y al amor en sí mismo, que a la propia muerte. Es la más bella de las contradicciones: por un lado, el infectado de amor busca remediar su mal en el otro, entregando su vida en ello, creando los escenarios sobre los cuales este horrible y sensual Fantomas ha de hacer su acto; no le importa morir, pues le teme más al incumplimiento del compromiso que su corazón y espíritu han pactado en silencio, que a la pacífica entrega del ser hacia la nada. Morir no duele, amar sí. La gente es muy coyona; le teme al piquete de las inyecciones, ni modo que al amor no.

Miedo a la oscuridad.
Aún antes de saber que vamos a morir, o siquiera a saber que tal vez algún día nos enamoraremos, existe la certeza de la oscuridad. Termina el Padre Sol su jornada laboral, no somos nada sin él. La teoría de cuerdas o las diez mil cuarenta dimensiones de Michio Kaku palidecen sólo de enfrentar la realidad inevitable: la otra dimensión está aquí, y es la noche. Se entiende perfecto entonces el hecho de tener en el astro rey a la más potente de las deidades: Inti, en Perú; Ra, en Egipto; Helios en Grecia; Cristo con los hebreos; Tonatiuh con los aztecas... todos gozaron de pleitesía infinita de parte de sus creyentes, quienes prefirieron entregar sus vidas al servicio del honorable, que quedarse a tientas en la oscuridad. Las tinieblas son cabronas.

Nada más hacerle frente a la naturaleza ya de por sí despiadada de día, ahora de noche, el miedo estaba más que justificado, si se habla de los albores de la civilización. La oscuridad fue sinónimo de bichos y bestias indescriptibles (si no se veían, cómo se iban a describir, ¿verdad? ¡dahh!), pero también de la oportunidad de dejar volar la imaginación, esa que no se amedrenta a plena luz, pero que encuentra su elemento en los recovecos de la madrugada o la cálida estimulante luz de una lámpara o una vela. Los humanos no le tememos en realidad a la oscuridad, nos aterra nuestra cabeza, nos inmovilizamos, volvemos increíblemente vulnerables ante lo que pensamos que es. 

El coco no es el eterno espectro de nuestra niñez, es la transfiguración semántica de un temor mucho más profundo y encarnado, es el miedo a uno mismo, a lo que no conocemos, a la sensación de soledad que no se cura ni en la más presumible madurez, ni se aplaca prendiendo el foquito del baño. La oscuridad es la acuarela que ha instalado la muerte en el museo de la vida, y por tanto, sabemos insalvable.

Continuará...



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