Por: Gustavo Torres G.
El mundo quiere matarnos, eso es un hecho. La adaptación de la especie humana al entorno propio (la "civilización") es tan poderoso que no sólo ha terminado por establecer el único ecosistema posible a través del cual un individuo pueda desplegar todo su potencial, y como una ley física, el costo de esta dependencia implica también transformaciones profundas en el adalid de nuestra gloria y sufrimiento: el pensamiento, los retruécanos de nuestra actividad característica como seres vivos superiores (¡ja!). Cualquier cosa que represente riesgo a esa condición humanizante desemboca en una de las reacciones universales para todo el reino animal: el miedo.
Miedo a la muerte.
El más primigenio de los instintos es aquel que nos previene y alerta de morir. Dejar de vivir no es negocio para ningún ser vivo, a menos que, como en ciertas tragedias shakespereanas de la naturaleza, la muerte simbolice sólo el inicio de un nuevo resplandor; me viene a la mente aquel poético acto de amor materno en la cual cierta especie de calamar se deja morir una vez que ha ovulado, para que sus crías, una vez fuera de sus cascaritas, utilicen el cuerpo de su santa madre como alimento. "¿Qué es más bello que la muerte?" diría el divino Zeus en la gloriosa Wrath of the Titans (2012). Y sí, la sola idea de abandonarse a lo único en verdad inevitable, tendría una connotación sólo entendida como una liberación, un encuentro con el universo, si lo vemos con un mínimo de sentido panteísta. ¿Hay entonces razón para temerle?
No se le teme a la muerte, se le teme a seguir vivo. (De nada). Es el paso hacia el otro lado de a frontera lo que siembra en el corazón de las personas la necesidad de un Cancerbero, la horripilante angustia de sentirse abandonado, en medio de un camino neblinoso, a través de un pantano silente, abierto, iluminado sólo por aquello que consideramos esperanza. Si un atisbo de temor se asoma en ambos lados de la existencia, sería el de la soledad. Tememos a morir porque ahí abajo, dos metros bajo tierra, dentro del hornito, en las fauces de los zopilotes siberianos o en el rito sanguinario del Tíbet, en todos estos lugares, estaremos absolutamente solos. No sé si la aceptación de esa condición salve de la locura, pero es cierto que haría llevadero el trance de regreso hacia el seno cálido de Mamá Tierra. "Comprender que solo estar, es más puro", rezaba el poeta Adrián C. Clark.
Miedo al amor.
El infinito Óscar Wilde aseguraba: "the mistery of love is greater than the mistery of death" y probablemente haya tenido razón. En un universo de posibilidades, es incluso más probable aquella vieja idea medieval de la generación espontánea, que eso de que el amor exista, sea cual fuere la noción que tengamos de este. Como si de un fantasma se tratase, las personas parecen invocarlo, para demostrar ante sí mismos algo cuyo intelecto apenas comprende, aún más cuando de verdad el espectro logra materializarse ante los ojos del incrédulo o el escéptico.
El amor es un algo tan potente, tan superior a quien lo solicita, que invariablemente termina por espantarlo. Daría mi (guajira) fortuna asegurando que esta bendita especie, llamada humanidad, le teme más a los efectos del amor y al amor en sí mismo, que a la propia muerte. Es la más bella de las contradicciones: por un lado, el infectado de amor busca remediar su mal en el otro, entregando su vida en ello, creando los escenarios sobre los cuales este horrible y sensual Fantomas ha de hacer su acto; no le importa morir, pues le teme más al incumplimiento del compromiso que su corazón y espíritu han pactado en silencio, que a la pacífica entrega del ser hacia la nada. Morir no duele, amar sí. La gente es muy coyona; le teme al piquete de las inyecciones, ni modo que al amor no.
Miedo a la oscuridad.
Aún antes de saber que vamos a morir, o siquiera a saber que tal vez algún día nos enamoraremos, existe la certeza de la oscuridad. Termina el Padre Sol su jornada laboral, no somos nada sin él. La teoría de cuerdas o las diez mil cuarenta dimensiones de Michio Kaku palidecen sólo de enfrentar la realidad inevitable: la otra dimensión está aquí, y es la noche. Se entiende perfecto entonces el hecho de tener en el astro rey a la más potente de las deidades: Inti, en Perú; Ra, en Egipto; Helios en Grecia; Cristo con los hebreos; Tonatiuh con los aztecas... todos gozaron de pleitesía infinita de parte de sus creyentes, quienes prefirieron entregar sus vidas al servicio del honorable, que quedarse a tientas en la oscuridad. Las tinieblas son cabronas.
Nada más hacerle frente a la naturaleza ya de por sí despiadada de día, ahora de noche, el miedo estaba más que justificado, si se habla de los albores de la civilización. La oscuridad fue sinónimo de bichos y bestias indescriptibles (si no se veían, cómo se iban a describir, ¿verdad? ¡dahh!), pero también de la oportunidad de dejar volar la imaginación, esa que no se amedrenta a plena luz, pero que encuentra su elemento en los recovecos de la madrugada o la cálida estimulante luz de una lámpara o una vela. Los humanos no le tememos en realidad a la oscuridad, nos aterra nuestra cabeza, nos inmovilizamos, volvemos increíblemente vulnerables ante lo que pensamos que es.
El coco no es el eterno espectro de nuestra niñez, es la transfiguración semántica de un temor mucho más profundo y encarnado, es el miedo a uno mismo, a lo que no conocemos, a la sensación de soledad que no se cura ni en la más presumible madurez, ni se aplaca prendiendo el foquito del baño. La oscuridad es la acuarela que ha instalado la muerte en el museo de la vida, y por tanto, sabemos insalvable.
Continuará...
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