Por: Gustavo Torres G.
En la distancia, una pirámide se bañaba del dorado brillo del atardecer.
Sobre la vista se alzaba imponente, una columna de humo blanco, indeterminado
entre el producto de una pasiva erupción o simplemente una nube colosal en
proporciones. El viento tibio apenas movía las hojas de los árboles.
Cada tanto, los jaguares bajaban a holgazanear en las postrimerías
del poblado, un sitio sagrado y de sacrificio. Si bien les iba, uno que otro
hueso o el néctar vital aún caliente de los sacrificados caía en algún lugar
suficientemente seguro, entonces toda la familia podía deleitarse sin remordimientos o necesidad de correr. Así
funcionaba desde hace mucho.
Cuando el sol terminaba de ocultarse, Saak-Balam gustaba de escaparse
de la seguridad de la selva, atravesando corredores verdes y saltando sobre arroyuelos
de fantasía; su ímpetu en el vivir nunca se contenía, incluso sus patitas
regordetas aun, no eran lo suficientemente largas como para llegar más rápido a
donde quería, y eso se estaba volviendo peligroso. Le urgía crecer.
Llegado el amanecer, el joven cachorro había ya recorrido todos los
templos y jacales; robado uno o dos guajolotes pelados y admirado la exactitud
de los trazos en la avenida principal, mientras todavía le quedaba tiempo de
dormitar sobre la orilla de un cenote. El mundo era tan grande como sus patas.
Muchas lunas pasaron, casi tantas como las manchas sobre su preciosa
piel. Saak-Balam había aprendido a entrar y salir de la ahora metrópoli sin ser
detectado, incluso de día. Se había convertido en un experto mimético y su
velocidad era tan vertiginosa que incluso las aves le envidiaban. A pesar de
todo, el mundo del hombre le pareció siempre lo suyo, hubiera preferido andar
sobre dos extremidades, en lugar de cuatro. Las ensoñaciones después de cada
atraco eran cada vez más fuertes, siempre lo vinculaban con su añoranza de ya
no esconderse al andar entre calles, o el de poder asir delicadamente cada
bocado antes de pasarlo por el pescuezo; comenzó a ser víctima de sus propios
deseos, un prisionero de la libertad.
Cierta tarde de verano, antes de cerciorarse que podía acceder a las
inmediaciones de la gran ciudad, un impulso extraño le invitó a quedarse
dormido; no opuso resistencia a pesar de todo y subió con una habilidad sorprendente,
a un árbol tan grueso, como su propia longitud. No había terminado de cerrar
los ojos, cuando la sensación de caída se hizo patente: el golpe fue durísimo,
pero muy suave, como un cuchillo al enterrarse en la arena. Se quiso incorporar
para lamerse cualquier posible herida, aunque le fue imposible, no por la ausencia
de estas, sino porque la lengua ya no le alcanzaba a tocar salvo las comisuras
labiales y su piel, ahora lampiña, carecía de motas, en su lugar, poros y
sudor. Trastabilló hasta poder incorporarse sobre dos poderosas piernas, ante
el asombro de verse por primera vez las manos.
Los hermanos de
Saak-Balam, asustados después de algunas vueltas de sol por no encontrarlo más,
se acercaron a la gran ciudad, y gritando como sólo su instinto les había
enseñado, reclamaron a los hombres la devolución, pues el aroma salvaje aún se
despedía del cuerpo convertido. En respuesta, los guerreros hicieron llover
flechas y piedras a la frontera verde, pues consideraron perjurio.
Aún la
balista estaba bañando en dolor a la manada, cuando el propio transformado
corrió tras el jefe del ejército humano, pero ya era tarde; los suyos, los
originalmente suyos, le lloraban desde la muerte, sus heridas no emanaron
carmesí, sino que expandieron una capa oscura sobre los pelajes. Con el tiño
terminado, un nuevo aliento les levantó y entonces se marcharon, se
hicieron llamar oncas, los oscuros, para recordar el luto por la pena del
hermano que quiso cambiar de alma.
Saak-Balam aun
recorre las ruinas de aquellos quienes le merecieron admiración, lo hace sobre
todo en las tardes de verano, cuando el sol pinta de oro todo cuanto sus
cansados ojos alcanzan a ver.
-Para Gabriela, a quien, en la
distancia, le encomiendo una misión de
bienestar.
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