Por: Gustavo Torres G.
Bajé por la cordillera en poco más de tres días. Ninguna montaña cedía ante mi paso, como si supieran a dónde quería llegar. A cuatro pasos del inicio de su falda, tu vestido rojo pendía de las ramas de un olivo. No supe si llorar o agradecer, pero corrí como si aun tuviera ganas de hacerlo; ya en mis manos, sólo atiné levantarlo para suplicar en silencio por tu alma, nada más podía hacer. Aun tenía el corazón explotando de emoción al confirmar nuestra victoria ante aquel gigantesco dios hindú de tresmil pestañas, creías que no era posible vencerlo, pero lo hicimos, como dos faisanes imponiéndose por hermosura ante el gavilán.
Bajé por la cordillera en poco más de tres días. Ninguna montaña cedía ante mi paso, como si supieran a dónde quería llegar. A cuatro pasos del inicio de su falda, tu vestido rojo pendía de las ramas de un olivo. No supe si llorar o agradecer, pero corrí como si aun tuviera ganas de hacerlo; ya en mis manos, sólo atiné levantarlo para suplicar en silencio por tu alma, nada más podía hacer. Aun tenía el corazón explotando de emoción al confirmar nuestra victoria ante aquel gigantesco dios hindú de tresmil pestañas, creías que no era posible vencerlo, pero lo hicimos, como dos faisanes imponiéndose por hermosura ante el gavilán.
En verdad lo disfruté. Tu sonrisa encajada en el aroma
del triunfo me dijo lo mismo… el silencio del universo fue nuestro
premio. Ahora el viento intentaba maquillar la desolación, primero
en una hondonada ártica hermosa, después disfrazado de brisa
implacable. Todo eras tú, menos el viento. Fue extraño verme de
nuevo ante el mundo en su mismo nivel, no vi más, no lo necesitaba.
Aquella calidez punzante del movimiento entre las nubes cambió en
súbito hacia un gélido lago gris, casi tan bello como aquel
abandono que nunca tuviste, hasta hoy.
Esperé bajo el olivo hasta no
tener nada más por quién esperar y me abandoné al cielo; de pronto
recorrí el espacio tan rápido como llegamos a aquel tesoro
enterrado en jardines ajenos, regocijándonos de la fragilidad del
mundo, ¿quién más podría hacerlo igual que nosotros? La senda que
invita a ese olimpo pagano marchita sin el paralelo de nuestros
pasos, pero la sangre y la miel que escurre por entre sus baldosas
sigue tibia, en espera de los dioses que nos faltó por vencer y de
las estrellas que prometimos regalarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cuéntame, ¿Qué opinas de esta lectura?