viernes, 26 de mayo de 2017

Laberinto

Por: Gustavo Torres G.

Bajé por la cordillera en poco más de tres días. Ninguna montaña cedía ante mi paso, como si supieran a dónde quería llegar. A cuatro pasos del inicio de su falda, tu vestido rojo pendía de las ramas de un olivo. No supe si llorar o agradecer, pero corrí como si aun tuviera ganas de hacerlo; ya en mis manos, sólo atiné levantarlo para suplicar en silencio por tu alma, nada más podía hacer. Aun tenía el corazón explotando de emoción al confirmar nuestra victoria ante aquel gigantesco dios hindú de tresmil pestañas, creías que no era posible vencerlo, pero lo hicimos, como dos faisanes imponiéndose por hermosura ante el gavilán.
En verdad lo disfruté. Tu sonrisa encajada en el aroma del triunfo me dijo lo mismo… el silencio del universo fue nuestro premio. Ahora el viento intentaba maquillar la desolación, primero en una hondonada ártica hermosa, después disfrazado de brisa implacable. Todo eras tú, menos el viento. Fue extraño verme de nuevo ante el mundo en su mismo nivel, no vi más, no lo necesitaba. Aquella calidez punzante del movimiento entre las nubes cambió en súbito hacia un gélido lago gris, casi tan bello como aquel abandono que nunca tuviste, hasta hoy.
Esperé bajo el olivo hasta no tener nada más por quién esperar y me abandoné al cielo; de pronto recorrí el espacio tan rápido como llegamos a aquel tesoro enterrado en jardines ajenos, regocijándonos de la fragilidad del mundo, ¿quién más podría hacerlo igual que nosotros? La senda que invita a ese olimpo pagano marchita sin el paralelo de nuestros pasos, pero la sangre y la miel que escurre por entre sus baldosas sigue tibia, en espera de los dioses que nos faltó por vencer y de las estrellas que prometimos regalarnos.



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