Por Gustavo Torres G.
Mucho tiempo atrás, las huellas de pasados más lejanos no fueron tan notorias como se sentían hoy, hasta la gravedad cantaba su edad, sin piedad sobre un cielo sin aves y un monte sin viento. Tierra sin humedad, trinos perdidos en alguna parte del ambiente, hojas desganadas hasta para marchitar; aun así, los pasos no se detienen, buscando llegar a alguna parte. Por fin hay recompensa al asombro: a lo lejos, milimétricamente quebrando el silencio, algunas risas de niños iluminan este páramo marchito, entre groserías y gritos, el brillo naranja de la tierra parpadea entre carrera y carrera. No es que haya miedo de acercarme, sólo que mi presencia se advierte no por vista, sino por el barullo de los tres o cuatro perros que vienen a darme la bienvenida. El canturreo rítmico de sus ladridos alerta a los jugadores, quienes en instantánea reacción, terminan por esconderse de mí, mientras mi carcajada es opacada por un par de mirruñas más, sumándose a la gala sonora de mis primeros y pulguientos anfitriones. Omito y camino. Ahora el ambiente parece renacer.
Las ramas y la hierba, el camino mismo solía abrazar la visita de quien fuera, tal la arena húmeda del mar cuando se pisa sobre esta, secándose al momento, llorando cada partida. Ya no es para nada lo mismo, ahora todo parece detestarme, la ribera se aleja cuando volteo siquiera a verla, incluso las piedras parecen haber huido. Otras épocas palpitaban recorridos que también eran mucho más fugaces, con un corazón a veces disfrazado de dínamo y actuando como estampida sobre estampida, pies acariciando el piso en instantes eternos, pintados de plata, la misma que despidió cada tarde antes de que terminaran los tiempos, todos los tiempos. Sí hubo un fin y lo estoy respirando hoy.
Y un hedor a frescura me despierta, la repugnante ondonada de humedad por fin se estrella en mi frente, esta vez para hacerme agradecer el atisbo de vida que estuve rogando hasta este instante, el que creí haber perdido cuando empecé este viaje, etiquetado como último y no como el más reciente, que justo ahora reacciona al ruego de mis nostalgias. Hoy, como siempre, la ventana que me permitía volver y detener las delicias grises del horizonte, se ha vuelto a abrir y nada más importa, en realidad me doy cuenta que siempre estuve buscando para no encontrar, para negar este destino abierto, dorado de punta a punta, sin más obstáculo que el constante deseo de arrastrarme, hasta no estar verdaderamente seguro que el mejor lugar para llegar siempre fue un paso más adelante.
Muchos aprendieron a dialogar con el camino, no se si fue mi caso; desde luego que la dialéctica de la distancia provocó efervescencias incluso en quienes fueron compañeros de ruta, pero no hoy, pues tras esta vereda que intento atravesar, bardeada por abedules indiferentes ante el tenue aroma de mi determinación. Un escalofrío recorre mi espalda. He llegado. Todo esto parecía haber estado más lejos, y así es, la mujer de Lot miraría con envidia cómo sí puedo voltear hacia atrás sin transformarme en sal, y lo hago, vale la pena. Desde la cima, el portal se abre en transparencias que dejan ver con belleza inmisericorde hacia todas direcciones y mi mente está tentada a pedir asilo en el mejor de los pasados, pero no está en mi naturaleza: mi único deseo ahora es existir para siempre, y siempre es hoy.
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lunes, 11 de marzo de 2019
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