lunes, 21 de septiembre de 2015

Túnicas

Por: Gustavo Torres G.

En la distancia, una pirámide se bañaba del dorado brillo del atardecer. Sobre la vista se alzaba imponente, una columna de humo blanco, indeterminado entre el producto de una pasiva erupción o simplemente una nube colosal en proporciones. El viento tibio apenas movía las hojas de los árboles.

Cada tanto, los jaguares bajaban a holgazanear en las postrimerías del poblado, un sitio sagrado y de sacrificio. Si bien les iba, uno que otro hueso o el néctar vital aún caliente de los sacrificados caía en algún lugar suficientemente seguro,  entonces toda la familia podía deleitarse sin remordimientos o necesidad de correr. Así funcionaba desde hace mucho.
Cuando el sol terminaba de ocultarse, Saak-Balam gustaba de escaparse de la seguridad de la selva, atravesando corredores verdes y saltando sobre arroyuelos de fantasía; su ímpetu en el vivir nunca se contenía, incluso sus patitas regordetas aun, no eran lo suficientemente largas como para llegar más rápido a donde quería, y eso se estaba volviendo peligroso. Le urgía crecer.

Llegado el amanecer, el joven cachorro había ya recorrido todos los templos y jacales; robado uno o dos guajolotes pelados y admirado la exactitud de los trazos en la avenida principal, mientras todavía le quedaba tiempo de dormitar sobre la orilla de un cenote. El mundo era tan grande como sus patas.
Muchas lunas pasaron, casi tantas como las manchas sobre su preciosa piel. Saak-Balam había aprendido a entrar y salir de la ahora metrópoli sin ser detectado, incluso de día. Se había convertido en un experto mimético y su velocidad era tan vertiginosa que incluso las aves le envidiaban. A pesar de todo, el mundo del hombre le pareció siempre lo suyo, hubiera preferido andar sobre dos extremidades, en lugar de cuatro. Las ensoñaciones después de cada atraco eran cada vez más fuertes, siempre lo vinculaban con su añoranza de ya no esconderse al andar entre calles, o el de poder asir delicadamente cada bocado antes de pasarlo por el pescuezo; comenzó a ser víctima de sus propios deseos, un prisionero de la libertad.

Cierta tarde de verano, antes de cerciorarse que podía acceder a las inmediaciones de la gran ciudad, un impulso extraño le invitó a quedarse dormido; no opuso resistencia a pesar de todo y subió con una habilidad sorprendente, a un árbol tan grueso, como su propia longitud. No había terminado de cerrar los ojos, cuando la sensación de caída se hizo patente: el golpe fue durísimo, pero muy suave, como un cuchillo al enterrarse en la arena. Se quiso incorporar para lamerse cualquier posible herida, aunque le fue imposible, no por la ausencia de estas, sino porque la lengua ya no le alcanzaba a tocar salvo las comisuras labiales y su piel, ahora lampiña, carecía de motas, en su lugar, poros y sudor. Trastabilló hasta poder incorporarse sobre dos poderosas piernas, ante el asombro de verse por primera vez las manos.

Los hermanos de Saak-Balam, asustados después de algunas vueltas de sol por no encontrarlo más, se acercaron a la gran ciudad, y gritando como sólo su instinto les había enseñado, reclamaron a los hombres la devolución, pues el aroma salvaje aún se despedía del cuerpo convertido. En respuesta, los guerreros hicieron llover flechas y piedras a la frontera verde, pues consideraron perjurio. 

Aún la balista estaba bañando en dolor a la manada, cuando el propio transformado corrió tras el jefe del ejército humano, pero ya era tarde; los suyos, los originalmente suyos, le lloraban desde la muerte, sus heridas no emanaron carmesí, sino que expandieron una capa oscura sobre los pelajes. Con el tiño terminado, un nuevo aliento les levantó y entonces se marcharon, se hicieron llamar oncas, los oscuros, para recordar el luto por la pena del hermano que quiso cambiar de alma.

Saak-Balam aun recorre las ruinas de aquellos quienes le merecieron admiración, lo hace sobre todo en las tardes de verano, cuando el sol pinta de oro todo cuanto sus cansados ojos alcanzan a ver.


-Para Gabriela, a quien, en la distancia,  le encomiendo una misión de bienestar.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Uróboro

Por: Gustavo Torres G.

Un bajo y una batería sonando. Loop divino, agresivo, sensual. El synth esporádico tras el rock crudo casi me eriza la piel. Tres notas más y no podré seguir caminando, el espíritu casi revienta mis sentidos. Ya no me importan las miradas, mi trayecto está hecho, el contoneo seguirá ofendiendo a todos, pero la música no parará, y mi cuerpo tampoco.
Estos lentes tras el aparador son lo único que desviarán mi destino, y no por mucho tiempo… ¡Auuuuuuh! Va a ser complicado dejar de enamorarse de mí. Este ritmo es infernal. Es hermoso. ¡Es rock! Y soy suyo, y nada lo va a evitar. Esa vieja loca de las flores me grita algo, enfurecida, pero no sé qué es lo que dice. Me da risa. La amo.

Soy el extranjero autoexiliado; entre botas de pitón y sombreros de vinyl colorado, mi piel curtida resiste los gargajos de la multitud. ¡Ridículo! ¡Mamón! Son pétalos de rosa que se cuelan entre las bocinas y mis oídos, que siguen besándose a cuatro tiempos, los mismos que hay dentro de mi pecho, potente y rebosante ¡Cuanta vida por consumir!

Mientras la noche cae, todo se vuelve más claro, ya no veo los cuerpos sobre la banqueta, ni los camiones, ni los primores a cuatro ruedas, sólo es mi música y yo. Ella me dice “te amo” y le creo, sé que no me traicionará, su résped sagrada ya me ha recorrido; el orgulloso imbécil no se puede resistir ante esta diosa de siete brazos, que los usa para moverme entre el púrpura real y la más oscura de las verdades, que me ha llevado a aquel plácido campo de frutillas de mermelada y me ha traído a bordo de un camión de fibra melancólica hecho cerca de Buenos Aires.

Estoy poseído, pero esto ya no tiene sentido, ni mis brazos, ni mis piernas, ni mis lentes de 29.90 son capaces de contener esto que es pura energía, soy yo, pero soy todo lo demás, y ya no soy nada. 
Me da miedo, pero me excita, porque no he parado de vibrar, porque ya soy uno con mi hermosa sacra, y viviré para siempre, mientras haya tiempo y alguien con ganas de escuchar.



-Para un Abril que eterniza las primaveras.

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