lunes, 23 de noviembre de 2020

Ya no estoy aquí: lo mejor que le pudo pasar al 2020

Por: Gustavo Torres G.

Y sí. Hasta llegar al punto en que simplemente esperamos la mala noticia de cada mes, en el asunto del entretenimiento digital una sorpresa ilumina el panorama de lo que podría ser un 2021 que comience con una avalancha de premios y reconocimientos en lo que hasta el momento, me parece la mejor película del catastrófico 2020. Es mexicana.

Este divorcio que muchos hemos firmado con el cine nacional desde hace ya algunos años (personalmente, al menos veintitantos) a raíz de obras poco menos que vomitivas, deleznables, de pronto ha encontrado tregua con la autoría intelectual de quienes hoy son reconocidos como algunos de los mejores directores del mundo, me refiero por supuesto a los tres alegres compadres: Iñárritu, Cuarón y del Toro, todos con sendos óscares en sus haberes, absolutamente merecidos, desmarcados de la porquería realizada a nivel comercial en nuestras tierras, apuntando absolutamente al cine de autor, a la defensa de las ideas por sobre la taquilla fácil y sobre todo, inspirando a nuevas generaciones a animarse a hacer cosas como Ya no estoy aquí, largometraje recién estrenado en Netflix (noviembre de 2020), que ha sorprendido a propios y extraños.

Por sobre todas las cosas: naturalidad. Se agradece segundo a segundo en la película cada que algún personaje abre la boca; casi estoy seguro que la indicación del director debió haber sido “di algo más o menos así, pero con tus palabras”, y dejó fluir. Todavía a mediados del siglo pasado, la interpretación de papeles no blancos era asignada a blancos, con resultados absolutamente ridículos y supongo, ultra-incorrectos, políticamente hablando. Si Ya no estoy aquí se hubiese filmado en los 90s o principios de los 2000s, seguramente Ulises habría sido interpretado por uno de los Bichir o abrían encuerado a Patricia Llaca, so pretexto artístico. Otro mérito para Fernando Frías, joven director que tomó todos los riesgos necesarios para entregar un coso absolutamente auténtico., redondo, sin nada en excesos, sin ninguna deuda.

Pero bueno, ¿y qué con la trama? No es una historia al uso, parece no estar contando nada si se ve con ojos de cine palomero, seguramente las quejas del gran público irán por ahí; el destino del protagonista, cuyo nombre seguramente es absolutamente intencional, no se decide con las acciones o decisiones que toma, sino que parece determinado desde el momento en que inevitablemente decide ser quien es, y no es que haya tenido muchas opciones; en una escena muestra a su amiga Lin cómo desde niño su onda cumbiera era ya parte de sí, jamás ha tenido la mínima intención de ser otro o vivir de otra manera; en el sentido más profundo de la expresión, citando al inmenso Camarón de la Isla: “Tu cariño es mi castigo”. Ulises no está siguiendo ninguna moda. Todo él: sus peinados, su vocabulario, su forma de entender la vida es una concepción y no una intransigencia de su parte que vaya a pasar “cuando madure”, acepta las desgracias y los placeres de la vida por igual, jamás se queja, entiende que todo es parte del paquete. La extorsión que hace con su clica al chico que va saliendo de la escuela es tremendamente trascendente, y es que no lo hace con malicia, lo corrobora con sus compas más adelante cuando intenta explicar que ha venido alguien de fuera a cubrir la plaza. El poder se ejerce legítimamente desde la fuerza, sin tapujos o dobles caras. Se es quien se es, no hay vergüenza en eso. Es preferible decir adiós a todo que tener que esconderse.

La travesía de Ulises es fascinante en tanto natural. Nadie se queda para siempre en un lugar, es ley de vida crecer, aunque en el camino tengamos que estrangular a la última versión de nosotros mismos, y con “quedarse” no me refiero a un lugar físico, geográfico, hay quienes se quedan estacionados en una época, una forma de pensar, una persona, una sensación. Nada vuelve. Nada se perpetua en el tiempo, porque este es irrepetible, irremplazable. Viene al tema aquel eterno fenómeno del deportista maduro, que no sabe cuándo retirarse, o bueno, sí, lo sabe, pero no quiere, pues desea replicar su sensación de gloria todo lo posible, se cree eterno, invencible, como cualquiera de nosotros en la adolescencia. Peter Pan vive en nosotros tanto como las circunstancias lo permitan, pero la estancia causa recargos y la vida cobra sus réditos tarde o temprano; Ulises lo aprende a la mala, lo que haga o deje de hacer no le importa a nadie, su entusiasmo por mostrarse se va mermando conforme se da cuenta que no es más que un peinado “curiosito” y que para vivir hace falta algo más que estirar la mano y pedir, hace falta esforzarse.

El regreso del héroe no es tal. Este interminable foco de análisis sociológico es perfectamente retratado en la escena de cierre, donde él ya no es de acá o de allá, se ha vuelto un extranjero en su propia cuna y un apestado en lo que debió haber sido la tierra prometida, incluso una minoría dentro de las minorías, “¡Eso no tiene nada de colombiano!” le reclamaba una prostituta colombiana en su intento por encajar en la comunidad latina en Nueva York. Como decía, el fenómeno de no pertenecer, de moverse y aceptar que de no hacerlo el estoicismo lejos de ser heroico es venenoso, conforma parte de la ley natural de vida que confronta el poder de la nostalgia con la necesidad tóxica de vivir en el confort emocional.



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