lunes, 12 de septiembre de 2016

El inexcusable destino del porfiado uróboro.

Por Gustavo Torres G.

¿Qué antídoto hay contra la necedad? ¿Cómo se es tolerante ante la intolerancia? ¿Cómo debe entenderse? ¿Debe entenderse? ¿Debe atacarse? ¿Se debe tener actitud pasiva? Hay muchísimas interrogantes que acusan respuestas si no inmediatas, sí contundentes respecto al asunto tan necesariamente actual de los derechos de las personas con orientaciones y preferencias sexuales “no naturales” en ojos de la cristiandad, la urgencia de cordura en un país caracterizado por no tenerla.
Decía el insoportable e intenso Michel Foucault, que el sexo, la sexualidad es un asunto de poder, de dominio. Probablemente nunca antes en la historia se haya pensado en los bajos instintos como hoy, con la aceptación del placer como inexpugnable del acto carnal, y, en ese sentido, las explicaciones sociológicas al respecto de por qué el disfrute de las aptitudes sociofisiológicas que encarnan al acto sexual (nunca mejor dicho) son todavía (o cada vez más) tan amonestadas por la iglesia en todos sus niveles.

El asunto es que la sexualidad no es sólo disfrute, tendría una connotación limítrofe si se deja en ese horizonte; estamos hablando de toda una estructura de pensamiento y personalidad construida alrededor de la identidad sexual, que se intercala inequívoca e inseparablemente de los roles y patrones de comportamientos que se ajustan o no a lo esperado socialmente, o trágicamente, por el consciente-inconsciente del individuo, en ese orden.
¿Cuál es, entonces, el propósito de condenar el legítimo y natural derecho a ser uno mismo? ¿Por qué coartar la felicidad y realización individual en lo colectivo, cuando los hábitos en la cama son estrictamente individuales e inviolablemente íntimos? Si hay alguien que pueda defender razonable y lógicamente el hostigamiento, la persecución inquisidora contra lo que contemporáneamente se denomina sociedades de convivencia,  contra las personas de actitudes y prácticas de sexualidad “no convencionales”, la quiero saber.

Sobre las desventuras sufridas por la humanidad padeciéndose a sí misma durante siglos, entender la existencia del otro y su derecho a la individualidad ha sido el reto más importante por superar, especialmente por las grandes religiones del mundo. Nos asombramos por las barbaridades del Estado Islámico en medio oriente con sus crímenes de lesa humanidad y contra la cultura, pero olvidamos convenientemente que la iglesia católica quemó gente viva durante una bonita etapa histórica conocida como Inquisición, sin dejar de mencionar la evangelización forzada de prácticamente todos los pueblos “incivilizados y sin alma” en la América recién colonizada. Recordamos a Hitler con su consabido repeluz ante los judíos, pero no hacemos memoria de las decenas de papas hipócritas que condenaron con sangre, encierro y marginación a personas con un nivel de homosexualidad apenas debajo de la de ellos mismos. No condeno la homosexualidad, señalo el cinismo de las altas cúpulas ultraconservadoras, extremistas, cerradas y retrógradas de todas las religiones. El camino hacia cualquier dios, según ellas mismas, es el amor, pero no entre maricones o tortillas, porque es pecado mortal. Los cielos se van a confundir mucho cuando hagan corte de caja. Dijera el gran Orwell en su Rebelión… “todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que otros”.

La falacia que sostiene la legitimidad de la iglesia como institución superviviente en nuestros tiempos tiene que ver con la unificación social y la transmisión de valores, y es cierto, lo hace, pero ¿son la intolerancia, la ignorancia, el dogmatismo, la impulsividad sexual depravada de los sacerdotes, la fé estúpida, la irracionalidad, el misticismo, fanatismo, superchería, mitomanía sistemática, cinismo encubierto, lavado de dinero, pedofilia, negociaciones con empresas armamentísticas, solapamiento de genocidios como los de Ruanda, Auchwitz o Pretoria, afán de protagonismo, pedantería, valores o situaciones que necesita la humanidad a estas alturas? Catafixio todo eso por racionalidad, sentido común, tolerancia y sobre todo poesía, mucha poesía.

La gran Simone de Beauvoir en sus brillantes reflexiones sobre el papel de la mujer, sus roles y demás problemáticas de la personalidad dijo: “No se nace mujer, se llega a serlo”, explotando así, hermosamente, el sentido profundo de lo que significa identidad sexual, pues es innegablemente un constructo, una pirámide artificial determinada o sopesada según las necesidades/ideas de la sociedad donde se edifica. No aprendemos a ser hombres o mujeres, se nos enseña, que es bastante distinto. Tener pene o vagina, pues, no implica destino, ni formas, ni ideas que “se tienen que seguir”, no hay nada natural en ningún comportamiento, en ninguna institución social, especialmente en lo que se empeñan en definir como “familia funcional”, es un asunto de poder, como ya mencioné, no de moralidad, ni de una decisión divina. No hay teocracia ni teología que sustente lógicamente la barbarie del rechazo a los grupos sociales a los cuales me refiero, no cuando se desestima el poder de personas que genuinamente pelean su derecho a amar.

Llegará el día en que se considere ilegal cantar, porque no es natural del ser humano, se condenará la educación en escuelas porque la ciencia nunca ha aportado algo apenas útil, será pecado hasta pensar y nos consumiremos a nosotros mismos como nación, cual serpiente que ha encontrado su cola, la consume y felizmente asume su dolor como la única y vulgar manera de justificar la saciedad de su apetito. Eso es México.



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