lunes, 31 de agosto de 2015

Sobre el miedo y su evolución: una perspectiva parasociopsicológica. (parte 2)

Por: Gustavo Torres G.
Parte 2

Miedo al dolor.
Si bien el placer de vivir está dado mayormente por la posibilidad de percibir el mundo a través de los sentidos, la capacidad de modificar la naturaleza a nuestro antojo o conveniencia, desencadenó un desafortunado malentendido entre lo que se volvió parte de la solución a necesidades mínimas de supervivencia, o lo que simplemente devolucionó en caprichos.Me explico: para resguardarse de los peligros de la naturaleza, nuestros antiquísimos antepasados recurrieron a la síntesis del refugio natural; abstrajeron la idea de la cueva, ese lugar confortable en las laderas de cerros y demás accidentes geográficos, crearon su propia versión de éstas pero con la ventaja de ubicarlas en lugares abiertos, sin depender del azaroso hecho de que exista tal cueva. Y entonces las cavernosidades artificiales  fueron agrandando y complejizando hasta el punto de lo ridículo. ¿Una mansión de mil metros cuadrados para una familia de tres individuos? ¿Una casa de 54 millones de pesos y sin biblioteca? ¿Blanca? ¿Ninguna de estas es mía?

La protección perdió sentido cuando además se volvió aislamiento. La casa no es para vivir, el hogar verdadero es el ambiente de afuera, pero lo quisimos entender mal, porque el mundo más allá de las paredes sigue mordiendo y eso representa dolor. En el afán de protegernos, nos insensibilizamos, nos convertimos en nuestra propia cueva, que mágicamente aísla del sufrimiento porque este se considera no sólo evitable, sino indeseable, aberrante. Por supuesto, lógico es pensar que no hay necesidad de padecerlo, pero, sin el afán de ser mínimamente masoquista, me parece que el dolor representa la oportunidad (la única verdadera) de encontrarse consigo mismo.

 En alguna de sus banales obras, Todd McFarlane se atrevería a decir que "el dolor aleja la mente de distracciones y da acceso al conocimiento", y aunque la frase pierde sentido (casi) cuando se trata del sufrimiento físico (sobre todo de terceros), dentro del contexto sociológico y psicológico, se vuelve una máxima, una ley matemática. Todo incidente de impacto emocional para el individuo o colectividad se vuelve instantáneamente una oportunidad de mejora, el paso necesario para regalarle a la existencia por lo menos un viso de evolución, la reacción ante lo que evidentemente no está bien, una ocasión de ver hacia atrás y despedir, de arrancar las costras de aquello que, aunque fue parte de uno, mutaron en el cuerpo extraño ávido de una energía que ya no estamos dispuestos a compartir. Esa casa puede llenarse de adornos y pretender que es bella, cumple su función de refugio, pero si no se reconoce lo necesario del dolor como impulso para crecer, cualquier castillo puede ser prisión.

Lo maravilloso de considerar a las personas como parte de una conciencia en colectivo, es sin duda este asunto casi metafísico de “si le pasa a uno, le pasa a todos”, no sólo en plano metonímico de la expresión, sino como una realidad precientífica (ante la cual una inminente explicación racional, seguramente merecerá un artículo de mi parte). Aquellos gigantescos organismos fungiformes de cientos de hectáreas y miles de años de edad (como los existentes en algunos bosques estadounidenses), palidecerían al conocer la capacidad psíquica de los grupos humanos, cuando en reacción a lo que les afecta, generarían tal cosa como el “dolor social”. Es triste descubrir de pronto cómo la anestesia mediática/cultural ha surtido un efecto devastador en países como México; desaparecen diariamente cantidades ingentes de conciudadanos y el corpus ni se inmuta.


Alguna vez escuchaba a un entrenador de boxeo decir que no se debe golpear demasiado seguido al oponente en la misma zona, porque el primer trancazo le va a doler, pero el segundo ni lo sentirá. Creo eso pasa acá, es tan cotidiano, tan normal, que parece no existir ese algo lacerante; mientras las raíces se consumen, las hojas en lo alto perviven esperanzadas en un cielo que nunca alcanzarán. La multitud no le teme al dolor, porque vive en él. Es ya parte de su naturaleza. Es más, nuestros milenarios antepasados lo usaban para contentar a sus dioses; no sé si algún resabio genético mictlantecuhitleco en nosotros nos impulse desde el inconsciente a seguir aceptando a nuestros masacrados como ofrenda divina.

viernes, 28 de agosto de 2015

Sobre el miedo y su evolución: una perspectiva parasociopsicológica.

Parte 1
Por: Gustavo Torres G.

El mundo quiere matarnos, eso es un hecho. La adaptación de la especie humana al entorno propio (la "civilización") es tan poderoso que no sólo ha terminado por establecer el único ecosistema posible a través del cual un individuo pueda desplegar todo su potencial, y como una ley física, el costo de esta dependencia implica también transformaciones profundas en el adalid de nuestra gloria y sufrimiento: el pensamiento, los retruécanos de nuestra actividad característica como seres vivos superiores (¡ja!). Cualquier cosa que represente riesgo a esa condición humanizante desemboca en una de las reacciones universales para todo el reino animal: el miedo.

Miedo a la muerte.
El más primigenio de los instintos es aquel que nos previene y alerta de morir. Dejar de vivir no es negocio para ningún ser vivo, a menos que, como en ciertas tragedias shakespereanas de la naturaleza, la muerte simbolice sólo el inicio de un nuevo resplandor; me viene a la mente aquel poético acto de amor materno en la cual cierta especie de calamar se deja morir una vez que ha ovulado, para que sus crías, una vez fuera de sus cascaritas, utilicen el cuerpo de su santa madre como alimento. "¿Qué es más bello que la muerte?" diría el divino Zeus en la gloriosa Wrath of the Titans (2012). Y sí, la sola idea de abandonarse a lo único en verdad inevitable, tendría una connotación sólo entendida como una liberación, un encuentro con el universo, si lo vemos con un mínimo de sentido panteísta. ¿Hay entonces razón para temerle?

No se le teme a la muerte, se le teme a seguir vivo. (De nada). Es el paso hacia el otro lado de a frontera lo que siembra en el corazón de las personas la necesidad de un Cancerbero, la horripilante angustia de sentirse abandonado, en medio de un camino neblinoso, a través de un pantano silente, abierto, iluminado sólo por aquello que consideramos esperanza. Si un atisbo de temor se asoma en ambos lados de la existencia, sería el de la soledad. Tememos a morir porque ahí abajo, dos metros bajo tierra, dentro del hornito, en las fauces de los zopilotes siberianos o en el rito sanguinario del Tíbet, en todos estos lugares, estaremos absolutamente solos. No sé si la aceptación de esa condición salve de la locura, pero es cierto que haría llevadero el trance de regreso hacia el seno cálido de Mamá Tierra. "Comprender que solo estar, es más puro", rezaba el poeta Adrián C. Clark.

Miedo al amor.
El infinito Óscar Wilde aseguraba: "the mistery of love is greater than the mistery of death" y probablemente haya tenido razón. En un universo de posibilidades, es incluso más probable aquella vieja idea medieval de la generación espontánea, que eso de que el amor exista, sea cual fuere la noción que tengamos de este. Como si de un fantasma se tratase, las personas parecen invocarlo, para demostrar ante sí mismos algo cuyo intelecto apenas comprende, aún más cuando de verdad el espectro logra materializarse ante los ojos del incrédulo o el escéptico.

El amor es un algo tan potente, tan superior a quien lo solicita, que invariablemente termina por espantarlo. Daría mi (guajira) fortuna asegurando que esta bendita especie, llamada humanidad, le teme más a los efectos del amor y al amor en sí mismo, que a la propia muerte. Es la más bella de las contradicciones: por un lado, el infectado de amor busca remediar su mal en el otro, entregando su vida en ello, creando los escenarios sobre los cuales este horrible y sensual Fantomas ha de hacer su acto; no le importa morir, pues le teme más al incumplimiento del compromiso que su corazón y espíritu han pactado en silencio, que a la pacífica entrega del ser hacia la nada. Morir no duele, amar sí. La gente es muy coyona; le teme al piquete de las inyecciones, ni modo que al amor no.

Miedo a la oscuridad.
Aún antes de saber que vamos a morir, o siquiera a saber que tal vez algún día nos enamoraremos, existe la certeza de la oscuridad. Termina el Padre Sol su jornada laboral, no somos nada sin él. La teoría de cuerdas o las diez mil cuarenta dimensiones de Michio Kaku palidecen sólo de enfrentar la realidad inevitable: la otra dimensión está aquí, y es la noche. Se entiende perfecto entonces el hecho de tener en el astro rey a la más potente de las deidades: Inti, en Perú; Ra, en Egipto; Helios en Grecia; Cristo con los hebreos; Tonatiuh con los aztecas... todos gozaron de pleitesía infinita de parte de sus creyentes, quienes prefirieron entregar sus vidas al servicio del honorable, que quedarse a tientas en la oscuridad. Las tinieblas son cabronas.

Nada más hacerle frente a la naturaleza ya de por sí despiadada de día, ahora de noche, el miedo estaba más que justificado, si se habla de los albores de la civilización. La oscuridad fue sinónimo de bichos y bestias indescriptibles (si no se veían, cómo se iban a describir, ¿verdad? ¡dahh!), pero también de la oportunidad de dejar volar la imaginación, esa que no se amedrenta a plena luz, pero que encuentra su elemento en los recovecos de la madrugada o la cálida estimulante luz de una lámpara o una vela. Los humanos no le tememos en realidad a la oscuridad, nos aterra nuestra cabeza, nos inmovilizamos, volvemos increíblemente vulnerables ante lo que pensamos que es. 

El coco no es el eterno espectro de nuestra niñez, es la transfiguración semántica de un temor mucho más profundo y encarnado, es el miedo a uno mismo, a lo que no conocemos, a la sensación de soledad que no se cura ni en la más presumible madurez, ni se aplaca prendiendo el foquito del baño. La oscuridad es la acuarela que ha instalado la muerte en el museo de la vida, y por tanto, sabemos insalvable.

Continuará...



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