Por: Gustavo Torres G.
Parte 2
Miedo al dolor.
Si bien el placer de vivir está dado mayormente por la posibilidad
de percibir el mundo a través de los sentidos, la capacidad de modificar la
naturaleza a nuestro antojo o conveniencia, desencadenó un desafortunado
malentendido entre lo que se volvió parte de la solución a necesidades mínimas
de supervivencia, o lo que simplemente devolucionó en caprichos.Me explico: para resguardarse de los peligros de la
naturaleza, nuestros antiquísimos antepasados recurrieron a la síntesis del
refugio natural; abstrajeron la idea de la cueva, ese lugar confortable en las
laderas de cerros y demás accidentes geográficos, crearon su propia versión de
éstas pero con la ventaja de ubicarlas en lugares abiertos, sin depender del azaroso
hecho de que exista tal cueva. Y entonces las cavernosidades artificiales fueron agrandando y complejizando hasta el
punto de lo ridículo. ¿Una mansión de mil metros cuadrados para una familia de
tres individuos? ¿Una casa de 54 millones de pesos y sin biblioteca? ¿Blanca? ¿Ninguna
de estas es mía?
La protección perdió sentido cuando además se volvió
aislamiento. La casa no es para vivir, el hogar verdadero es el ambiente de
afuera, pero lo quisimos entender mal, porque el mundo más allá de las paredes
sigue mordiendo y eso representa dolor. En el afán de protegernos, nos
insensibilizamos, nos convertimos en nuestra propia cueva, que mágicamente aísla
del sufrimiento porque este se considera no sólo evitable, sino indeseable,
aberrante. Por supuesto, lógico es pensar que no hay necesidad de padecerlo,
pero, sin el afán de ser mínimamente masoquista, me parece que el dolor
representa la oportunidad (la única verdadera) de encontrarse consigo mismo.
En alguna de sus banales
obras, Todd McFarlane se atrevería a decir que "el dolor aleja la mente de
distracciones y da acceso al conocimiento", y aunque la frase pierde
sentido (casi) cuando se trata del sufrimiento físico (sobre todo de terceros),
dentro del contexto sociológico y psicológico, se vuelve una máxima, una ley
matemática. Todo incidente de impacto emocional para el individuo o colectividad
se vuelve instantáneamente una oportunidad de mejora, el paso necesario para
regalarle a la existencia por lo menos un viso de evolución, la reacción ante
lo que evidentemente no está bien, una ocasión de ver hacia atrás y despedir,
de arrancar las costras de aquello que, aunque fue parte de uno, mutaron en el
cuerpo extraño ávido de una energía que ya no estamos dispuestos a compartir.
Esa casa puede llenarse de adornos y pretender que es bella, cumple su función
de refugio, pero si no se reconoce lo necesario del dolor como impulso para
crecer, cualquier castillo puede ser prisión.
Lo maravilloso de
considerar a las personas como parte de una conciencia en colectivo, es sin
duda este asunto casi metafísico de “si le pasa a uno, le pasa a todos”, no
sólo en plano metonímico de la expresión, sino como una realidad precientífica (ante
la cual una inminente explicación racional, seguramente merecerá un artículo de
mi parte). Aquellos gigantescos organismos fungiformes de cientos de hectáreas
y miles de años de edad (como los existentes en algunos bosques estadounidenses),
palidecerían al conocer la capacidad psíquica de los grupos humanos, cuando en
reacción a lo que les afecta, generarían tal cosa como el “dolor social”. Es triste
descubrir de pronto cómo la anestesia mediática/cultural ha surtido un efecto
devastador en países como México; desaparecen diariamente cantidades ingentes
de conciudadanos y el corpus ni se inmuta.
Alguna
vez escuchaba a un entrenador de boxeo decir que no se debe golpear demasiado
seguido al oponente en la misma zona, porque el primer trancazo le va a doler,
pero el segundo ni lo sentirá. Creo eso pasa acá, es tan cotidiano, tan normal,
que parece no existir ese algo lacerante; mientras las raíces se consumen, las
hojas en lo alto perviven esperanzadas en un cielo que nunca alcanzarán. La
multitud no le teme al dolor, porque vive en él. Es ya parte de su naturaleza.
Es más, nuestros milenarios antepasados lo usaban para contentar a sus dioses; no
sé si algún resabio genético mictlantecuhitleco en nosotros nos impulse desde
el inconsciente a seguir aceptando a nuestros masacrados como ofrenda divina.