(Parte 1)
Por: Gustavo Torres G.
De niño, de muy niño, no me gustaba el futbol, de hecho, lo repelía. Simplemente no era para mí, un enfermizo chamaco debilucho y más bien dado a cualquier cosa que no representara un reto físico (dibujar, escribir, leer...). Un trofeo en el estatal de atletismo contradice bastante esa primera idea (y me sirve para charolear un poco, cómo no), pues si bien el deporte de las patadas me fue bastante ajeno hasta llegar a la adolescencia, fue justo ahí cuando a través de mi única habilidad con el cuerpo (correr como el viento), me gané la admiración de mis entonces compañeros de secundaria, quienes consideraron que aunque mi destreza con el balón básicamente era inexistente, lo de ser muy rápido le venía muy bien a los equipos que se formaban en la escuela, y fue así que de casi odiar un deporte que asociaba fuertemente con aquello que no era yo, me fue naciendo un aprecio encarnado, por supuesto, con el antecedente de haberme dado amigos y compañeros de ruta, algunos, siguen hasta hoy...
El paso de los años consolidó ese aprecio inicial hacia auténtico amor por el fut y todo lo que venía alrededor: el pretexto perfecto para hacer nuevos amigos en múltiplos de 5, 7 y 11 cada tanto tiempo; empaparse de la cultura pambolera tan propia de nuestro país; el fascinante trasfondo sociohistórico detrás; sentirse uno parte del universo del futbol en el mundo; el mero y simple placer de jugar con la pelotita, de poner un pase filtrado mientras la defensa rival palidece atónita ante semejante hazaña; tener tatuado en la memoria que el mejor pase que alguien me dio en la vida vino de la pierna derecha de una mujer (elevado, a la espalda de la última línea... por Dios, ¿por qué nunca le pedí el teléfono?); la enervante sensación de meter el gol del gane en una tanda de pénaltis, sentir que el mundo se acaba cuando te sacan la primera tarjeta roja de tu vida y tu equipo, lejos de recriminarte por haberlos dejado con uno menos, se lanzan en tu defensa a pedirle al árbitro "¿por qué al otro no lo expulsa?"; que tu novia vaya a verte jugar y esa noche, en tu cabeza, eres Andrés Iniesta, pero en el césped eres poco menos que el "Shaggy" Martínez; perder 11-1 y sentir que ese "1" valió todo el esfuerzo ante un equipo diez veces mejor que el tuyo; caerte, rasparte los codos y las rodillas en el pavimento de la calle frente a tu casa al punto de casi desollarte vivo, porque es preferible barrerme ahorita a tener que pagar la Fanta en bolsita si no ganamos la reta; ya de adulto, ir por primera vez a un estadio a ver un partido de primera división y sentir que todo lo que viste y jugaste hasta ese momento ni siquiera debiste haberlo llamado "futbol"; que hayas tenido que esperar 23 o hasta 52 años para ver otra vez a tu equipo campeón y jamás haber perdido la esperanza ni un segundo en todo ese tiempo; mantenerse fiel a unos colores, a una idea; sentir que el alma se rompe al ver cómo, al más hermoso de los deportes sobre este puntito azul en el espacio, se le achaca injustamente los actos barbáricos, inescrupulosos y dolosos de un montón de tipos que no tienen ni puta idea de lo que es el futbol, y que, desgraciadamente, lo han usado como vehículo de disidencia en una sociedad cuyo orden está roto desde hace mucho, y queda claro que no es culpa del futbol, sino de otros factores, entre los cuales la apología de la violencia, la confrontación de ideas y la defensa de los ideales pasa por todos lados, menos por el de la civilidad, la vibra que un juego tan hermoso, tan lindo, como es el futbol.
Ante los hechos suscitados en Querétaro el pasado 5 de marzo de 2021, no queda otra cosa más que orientar a quien culpa al propio deporte de tal desgracia. Diego Maradona, luz y sombra de este juego, al finalizar su partido de retiro, hace ya 21 años, sobre el césped de "La bombonera" reconoció: "(...) el fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo (...), porque se equivoque uno, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha". Y sí, sepamos extirpar las preconcepciones erróneas de la realidad social que ha usado estos templos de convivencia y armonía, en auténticos campos de la sinrazón.
Ni México ni el mundo lo merecen.
Parte 2 en proceso...
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