lunes, 8 de junio de 2020

Tres cabezas (parte 4 y última)

Por: Gustavo Torres G.

- ¡No se de dónde vino eso! - gritaba desesperado uno de los guardias de Arangio, con uno de los brazos sangrando y en el otro una pistola lista para usarse.
Osmar estaba petrificado, con la mirada perdida, sin crédito de la masacre en la que se había convertido aquello; la oreja izquierda ya no la tenía, en su lugar, una alcantarilla de porquería colorada brotaba espasmódicamente en su costado, sin piel, como si le hubieran pegado y arrancado una enorme cinta adhesiva de un plumazo... o un plomazo, debía decir. Tras la barra, el barman asomaba de cuando en cuando para dispararle a quien fuera, aunque no tenía una jodida idea de la situación, entre su papada y el brazo percutor, la voluminosa masa de músculos hacía ver la automática como si fuera un juguetito escandaloso. Cuatro o cinco disparos seguidos desde fuera deshicieron la balacera casi medio minuto, suficiente tiempo para escabullirme entre las mesas hasta una de las ventanas rotas cerca de la entrada, mi plan de escape se redujo a brincar por ahí hasta encontrar banqueta lo más pronto posible. De suerte que mi sentido perruno me indicó no ir de falda a aquel encuentro, hubiera sido incómodo, si no imposible tratar de saltar sin haber mancillado mi reputación de dama con modales; esos hijos de la chingada tenían todo preparado, como ritual para darme el tiro de gracia ahí mismo, con la complicidad del restaurante y su gentuza, que se habrá vendido por tres pesos, seguramente.

Cinco minutos antes de la hora pactada el tipo fumaba en la terraza del lugar, sus gorilas flanqueaban cada espacio sin disimular ni un poquito; dos dedos al auricular de su intercomunicador cada tanto les daban ese aire pedante que caracteriza a los mercenarios del espacio personal; lentes oscuros y corte a rape en cada costado armaban la pose automáticamente. Mi llegada fue apresurada, más por aspectos técnicos que por ser impuntual, pero eso pasó a segundo plano en cuanto Osmar me vio entrar: la clientela abandonó sus lugares tras la petición expresa de los guardias, mesa por mesa. La cosa se iba a poner fea. El saludo se limitó a vernos a los ojos con evidente desconfianza, pero con un sabor a fascinación mutuo tan potente que cualquiera pensaría estábamos coqueteando. Nada más alejado de la verdad. Yo no tenía idea de los alcances del hombre, pero estaba clarísimo, como pocas cosas, que el espécimen en peligro, la víctima del chacal y su jauría estaba frente a sus narices, me había olfateado kilómetros antes, días antes, meses antes, quizá años. Seguro. Temblé por dentro. Mis vísceras aceleraron el metabolismo en el momento menos oportuno.

- Señorita Rincón... he pasado tanto, tanto, tanto tiempo buscándola, que este encuentro parecería más un conjuro que una reunión de negocios... ¿Entiende? - recitó con aplomo, llevándose una mano al pecho.
- Ni en el peor de los escenarios me hubiese imaginado que tenía que terminar así, querida. Me he esforzado tanto que tendría usted que agradecerme la deferencia... - siguió hablando con un acento apenas perceptible, aunque con reticencias de italiano. Sólo callé, estupefacta. Era la primera vez que nos veíamos y se dirigía a mí como quien le habla a un cercano. No daba oportunidad ni de incomodarme. Y seguía soltando la sopa que nadie le había pedido.

- En el fondo lo sabes todo, Laila. El embudo que provocaste con tu investigación retrasó todo, sin embargo nos trajo inevitablemente hasta aquí, hoy.

Con la más sincera expresión de extrañeza, mi miedo soltó por si mismo una frase: - ¿Todo esto nada más para matarme? - Silencio y sonrisa. Arangio soltó una sonrisa.

- Lo has entendido todo. Así dolerá menos - Sin disimular, sin otra cadencia que no fuese la de estar convencido de lo que iba a hacer, levantó su mano derecha con la palma hacia arriba, en señal de pedir algo, al instante, su guardaespaldas le depositó, al revés, una pistola lista para ser usada; ese medio segundo necesario para acomodársela de tal manera que la puntería asestase su disparo en mi sien, le bastó a uno de mis compañeros en la calle para jalar el gatillo primero: con reflejos felinos, casi sobrenaturales, aquel proyectil destinado a volar en pedazos el parietal de Osmar en caso de emergencia, ahora le arrancaba de tajo un pedazo de cuero, pelo y oído. ¡Pum! Y vinieron muchos más detrás. Y delante. Y debajo, arriba, izquierda, derecha, como gatos boca arriba. Los vidrios en las ventanas, los vasos, algunas manos y ojos, uno que otro diente salieron despedidos tras cada bala disparada. Un ruido de petardos infernal y Osmar, pasmado. No sé cuánto tiempo pasó entre la primera detonación y el momento en que pude salir de ahí. Más vidrios reventaban tras de mí en lo que me colocaba detrás del primer automóvil que encontré. Mi bolso miniatura me parecía más impráctico que nunca, no podía despegar el cerrojito manual para sacar mi arma, las manos temblaban y sudaban a raudales. 

- ¡¿Están viendo eso?! ¡¿Están viendo eso?! ¡¿Están viendo eso?! - repetía alguien, desesperado, casi histérico desde la camioneta de vigilancia. Contra todo instinto de supervivencia, me alcé hasta poder divisar la entrada del restaurante. La gente comenzó a gritar como loca, a huir despavorida desde sus escondites improvisados en la calle, mientras los disparos de mis colegas entraron en una pausa angustiosamente eterna. Cuando entre la humareda pude distinguir algo, era aquel hombre caminando con un chuchillo en la mano y el traje blanco casi completamente entintado en rojo; su silueta hacía más notoria la asimetría en su cabeza tras la oreja perdida, pero conforme se acercaba a mí, el horror me consumía desde dentro inevitablemente... simplemente no podía dar crédito a lo que tenía de frente: Osmar V. Arangio se venía arrancando lo que le quedaba de piel en el rostro. Sentí cómo mis rodillas colapsaban. El calor de las lágrimas en mi mejilla y los orines escurriendo a través de mis piernas eran apenas nada comparadas con el vacío en el alma que me estaba consumiendo desde el tuétano. Amarillos como la pus, con la frialdad con la que mira una serpiente, sus ojos me atravesaban con odio, potente e implacable como el asco que me provocaba la textura de su verdadera cara, esa debajo de la máscara perfectamente articulada sobre las escamas y el verdor humectado, aperlado y brilloso de su cutícula, la auténtica.

- Eres la tercera, querida - musitó con voz siseante - era inevitable, tenía que ser así - aceleró su hablar para levantar su brazo con aquel puñal improvisado y abalanzarse hacia mí desde una distancia absolutamente inaudita; la sombra en el pavimento acarició en solitario todo el recorrido hasta llegar a su objetivo, apenas levantando polvo en su trayecto, casi sin hacer más ruido que el susurro del viento cortándose a su paso.

Disparé.

Como rehilete, se sacudió violentamente en el aire antes de caer al piso. Trastabillando, me acerqué con la firme intención de rematarlo; mis manos actuaron solas: se desprendieron del arma cual papel y tomaron el cuchillo todavía con hebras de su rostro. Algo que todavía no puedo comprender me llevó hasta su pecho, donde clavé mis rodillas intentando frenar su respiración de por sí agitada por los borbotones emanados  de la carótida, ahí había atinado la bala. Poseída por esa fuerza incomprensible, separé limpiamente la testa. Todavía creo haber visto una sonrisa en él un instante antes. Nunca dejé de verlo a los ojos, ellos me contaron todo, ahora le había arrebatado la posibilidad de vivir cien años más sin caer en decrepitud, sin el temor de enfermar o ser descubierto, con la posibilidad de extender su conciencia y su cuerpo en el mismo lugar tanto como fuese posible seguir absorbiendo el dolor y el miedo de sus víctimas, con el ritual que venía compartiendo, ejecutando con su estirpe aun antes de que el ser humano encendiera por su cuenta el fuego que le dio denominación de origen ante el universo y que según su script evolutivo, le daba pase VIP a presenciar el fin de los tiempos junto a todos los demás que desde el inicio lo habían acompañado en esta mota insignificante y azul de la Vía Láctea, pero ahora, todo eso era mío, parte de mí, podía ver con claridad, y lo sigo haciendo hasta ahora. 

Estoy condenada a morir con el sol que me da movimiento y me detendré cuando él lo haga. Consumiré el pánico de tres, cada centuria, para asegurar mi lugar de primera clase en el show inevitable del fin de los tiempos.




Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

Comala en Streaming: comentarios sobre la adaptación de Rulfo al cine digital

 Por: Gustavo Torres Gómez Es como el duelo: se parte de la negación, hay broncas internas qué solucionar, cierta negociación, la consabida...