Por:
Gustavo Torres G.
“Y
deberás plantar
Y
ver así a la flor nacer
Y
deberás crear
Si
quieres ver a tu tierra en paz
El
sol empuja con su luz
El
cielo brilla renovando la vida
Y
deberás amar
Amar,
amar hasta morir
Y
deberás crecer
Sabiendo
reír y llorar
La
lluvia borra la maldad
Y
lava todas las heridas de tu alma
...
De
tí saldrá la luz
Tan
sólo así serás feliz
Y
deberás luchar
Si
quieres descubrir la fe
La
lluvia borra la maldad
Y
lava todas las heridas de tu alma
...
Este
agua lleva en sí
La
fuerza del fuego
La
voz que responde por tí
Por
mí...
Y
esto será siempre así
Quedándote
o yéndote. ”
-
L. A. Spinetta
Se
ha especulado mucho con el tiempo que tenemos disponible para las
próximas semanas en todo el mundo: para algunos, desgraciadamente
serán sus últimos días en la oportunidad de ver la luz del día,
para otros, el privilegio de ser tocado por rayos de sol será más
apreciado, deseado, cada minuto de esta sui géneris primavera que
nos recibe con una luminosidad que ya olvidábamos era hermosa por
estas fechas y además un viento helado aún, resabio de un invierno
particularmente rejego al menos en el norte de México. Vi
publicaciones en toda clase de redes sociales donde incluso se
agradece al COVID-19 por obligarnos a estar quietos y no puedo estar
menos de acuerdo, considerando el fantasma del desamparo que produce
a aquellos cuya situación económica sobre todo, no permite tomarse
la cuarentena con calma. Aunque por supuesto, evitando la retahíla de
quejas adjuntas comunes a la temática, no tengo otra alternativa que
aceptar las bondades para quienes tenemos la posibilidad de construir
(dentro de lo que cabe) un itinerario potencialmente edificador en el
plano de lo humano.
¿Qué
se siente estar en cuarentena?
A
ver... es muy diferente guardarse en un espacio por necesidad
meramente individual que a raíz de una orden externa. En un periodo
relativamente corto, he tenido que restringir la capacidad de moverme
más allá de la banqueta de mi casa dos veces: la primera, una
fractura incomodísima y dolorosa, juez y parte en el itinerario de
un 90% del resto del cuerpo que no tuvo de otra más que obedecer y
alinearse para poder gozar a posteriori del esplendor y gloria de la
salud. En la segunda, un aislamiento por abonos impuesto por el clima
indecifrable de Ensenada, no dejó trabajar regularmente a
prácticamente nadie en el sector de la educación, dada las
terribles características viales y de seguridad que padece mi
ciudad. Ahora, la tercera extraordinaria, lanza al ring al oponente
más formidable posible: nosotros mismos. Si son peras o manzanas, si
es un ardid político, un bulo del neoliberalismo opresor o una
contingencia sanitaria innecesaria, lo más prudente es ser prudente.
Y hacer caso. Estar en casa no es tan feo como puede parecer.
#Homeoffice
Podría
ser el primer paso a una nueva forma de percibir la jornada laboral y
escolar. ¿De verdad era tan necesario ir? Nos preguntaremos en unos
años, cuando la pandemia nos haya enseñado a que tres o cuatro días
por semana en las escuelas y oficinas es suficiente para demostrar
que existimos y estamos vivos. Los roces con gente fea, los lonches y
las madrugadas bajo lluvia desaparecerán en virtud de un internet
que por fin servirá para algo más que compartir memes y videos de
gatitos. Veremos con gusto sincero a nuestros compañeros de trabajo
y la productividad destruirá los techos de las empresas con una
enorme flecha roja ascendente, mientras los jefes lloran de la
emoción.
Crear,
ser humano
En
la inconmensurable obra de Isaac Asimov, una novela cuenta cómo un
robot es acusado de asesinato, y el policía que lo interroga, en su
inútil afán por mostrar la superioridad del humano sobre la
máquina, le plantea la imposibilidad de las computadoras para
imaginar, crear cosas nuevas, hacer arte y lo increpa en su
incapacidad; el autómata, sereno, le responde: “¿Puedes tú?”.
Brutal. Si este ritmo de vida asesino de la individualidad y todo lo
que eso conlleva (ausencia casi total de espiritualidad, fé
empaquetada, ideologías de paja, entre otras menos terribles), nos
hace creer que el bienestar se obtiene comprando, existe siempre esa
posibilidad. En esa vorágine del intercambio, nadie da nada, nadie
sacrifica un sorongo, como si dar de sí implicara desprenderse para
siempre de algo que no debiera verse. La única solución es crear.
Liberarse uno en lo creado es ser, no sólo existir. El aislamiento
nos obliga a convertirnos en algo. Como veo las cosas hay dos
opciones: ser un post-súpernova hambriento de lo que sea que llene
de luz nuestras entrañas, o ser una semilla, para uno mismo o para
los demás.
El
desafío de ver al espejo
“Lo
terrible del mar/es morir de sed” rezaba el gran A. C. Clark,
siendo probablemente la metáfora más deliciosamente ambigua que
haya escuchado de él. En ese sentido, con el caudal de posibilidades
que existen para darle cuerpo a la frase se dispara por mil. La
soledad del aislamiento es una falacia que brinca incluso el lugar
común de decir “estoy yo y para mí”, se extiende tanto como el
amor que estemos dispuestos a dar, siempre dar. El otro es
indispensable. La ansiedad desaparece cuando existen además de mí,
y la mejor manera de brindarme es crear. El encierro es únicamente
insoportable para quien no puede estar consigo.
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